mardi, janvier 31, 2006

El mendigo del parque


El extraño individuo caminaba por los senderos del hermoso parque ajardinado, con la misma cadencia que venía haciéndolo en los últimos meses. Pasos firmes, con una ligera cojera de su pierna izquierda; cabeza agachada, como buscando más allá de la tierra y guijarros de los caminos del lugar.

Los harapos que vestía eran oscuros, y llenos de agujeros, que el pobre hombre, como buenamente podía, trataba de disimular, con cintas, que no lo convertían más que en alguien estrafalario. También solía llevar un abrigo, que le llegaba por debajo de las rodillas, entallado en la cintura, y con un par de botones de menos. Parecía no importarle que el diseño fuera de mujer, tampoco lo quería para lucirlo. Enredado en el cuello, llevaba un colgante de oro, que asemejaba una cadena. Menudo disparate, un mendigo con una cadena de oro. Era su única posesión. Todo lo demás, abrigo, ropa, zapatos eran objetos que encontraba en los basureros, y que recogía para su uso personal. Siempre decía que la gente tiraba muchas cosas, que utilizadas de otra manera, podían seguir sirviendo. Pero basta con tener de más, para que se cansen enseguida.

Tenía una barba espesa y enmarañada, de un color grisáceo que se entremezclaba con algún grueso mechón que le caía sobre su rostro, con arrogancia. La piel de su cara era dura, acartonada, oscura, y sucia. Únicamente sus dos ojos brillantes, de un color azul claro, parecían acechar, cual león en la espesura de la selva, a cualquier persona que se moviera dentro de su radio de acción. Su mirada era, por ende, profunda, pero sin malicia, ni amargura.

Sus manos, grandes y fuertes, daban a entender que había sido un hombre que se había valido de sí mismo, para luchar por su vida. Algunas cicatrices dejaban adivinar que la vida le había puesto a prueba en multitud de ocasiones. Tal vez por eso, por imaginar los malos episodios que seguramente había vivido, ¿cómo podía ser su mirada tan limpia y honesta?

Nadie conoció nunca su procedencia, nadie adivinó su edad, y mucho menos lo llamaron por su nombre, nadie sabía lo que ocurría con él, pasadas las 7 de la tarde. Algunas señoras del parque, que se acercaban a la salida del colegio, cuchicheaban entre ellas, y apartaban la cara con asco, al ver al mendigo hurgar entre la basura para encontrar algo para comer, beber afanosamente agua de las nuevas fuentes del parque, -que ellas pagaban con sus impuestos-, o tirarse en plancha al suelo, al encontrar una colilla, aún encendida, dispuesta a expirar con una última aspiración. Algunas veces, se sentaba en un banco, frente a los columpios, para recordar tiempos pasados, pero se levantaba en cuanto escuchaba, en tonos airados alguna frase en relación a la repugnancia que parecía emitir.
Entonces, él se sonreía para sus adentros, y sin mediar palabra con los padres y madres que lo miraban, se alejaba.

Muchas eran las personas, que al verlo no podían aguantar una cara de asco, o inventaban alguna historia del porqué de su situación. Historias tan inverosímiles como robos en algún banco importante, o violaciones a jóvenes adolescentes que pasean a altas horas de la noche por las calles de la ciudad... La gente era muy dada a hablar mal, y alguien con esas pintas, no podía ser una buena persona.

Una tarde, nos encontrábamos en la zona de juegos. El mendigo estaba sentado cerca, con una manzana roja, a la que estaba sacando brillo con la manga de su abrigo. Subimos al tobogán, apenas faltaban ya unos escalones para llegar arriba y tirarnos. Las madres no miraban, estaban demasiado ocupadas criticando las nubes que se acercaban por poniente, cuando descubrí que las pequeñas manos no eran suficientes para parar la caída desde lo alto del tobogán. Las madres no miraban, y la velocidad comenzaba a asustar. La pequeña nariz comenzaba a ponerse roja del miedo, cuando las manos del mendigo cogieron el pequeño cuerpo y lo aunaron en el aire, salvando de la brusca caída que el tobogán había estado buscando. Un pequeño grito salió, el miedo paralizante, permitía aún soltar aire, y el grito asustó a las madres, que estaban en coro. Sólo recuerdo que comenzaron a gritar y chillar, preocupándose de la pequeña niña, que había sido salvada por el mendigo. Pero ellas gritaban que se la quería llevar, pedían socorro, mientras dos guardias que hacían la ronda al parque las escucharon. Soltaron a la niña de sus brazos, y mientras uno la acercaba a su madre, el otro tiró al mendigo al suelo, dándoles patadas, y gritándole que se mantuviera quieto. Las madres lo señalaban, lo insultaban y lo acusaban. Se felicitaban entre ellas por haber estado atentas a todos los gestos del mendigo, y por haber conseguido salvar a la pobre niña que había aterrizado en los fuertes brazos del personaje.

El extraño individuo fue puesto en pie, tras ser esposado, de la nariz manaba un chorro de sangre, que se mezclaba con la tierra que había tragado. No levantó la mirada del suelo. Buscaba la manzana roja y brillante, que encontró debajo de un banco, reventada por los pisotones del tumulto. Una lágrima se perdió en la espesura de su barba gris, mientras era introducido en el coche policial.

Unos años más tarde, le conté a mi madre, que el mendigo no había querido raptarme, sino que, al revés de lo que creía, él me había salvado de un buen golpe, cuando, en uno de los descuidos maternos, había conseguido alzarme en lo alto del tobogán.

El Doctor Esteban copiaba con diligencia la historia en su cuaderno de notas, mientras fuera, se podía escuchar el píar de unos pájaros, que se habían posado en el alféizar de la ventana.

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Hipopótamos


El viento volvía a soplar, quizás con más fuerza desde la última vez, en la Ciudad del Viento. A pesar de ello, decidió salir a la calle. Recogió su cabello en una cola de caballo, se puso la bufanda y los guantes, comprobó que tenía una libreta en el bolsillo, palpando sobre la tela del abrigo, y cerró la puerta de casa con una vuelta de llave. Encendió la luz del pasillo, se quedó pensando delante de la puerta del ascensor, y tras suspirar, decidió bajar los seis pisos andando.


-“¿Se apagará la luz antes de llegar abajo?”

Afortunadamente, se trataba de un edificio viejo, y la luz continuó segundos después de que ella cerrara con suavidad la puerta tras de sí. Pensó que ir a dar un paseo por el parque sería lo más conveniente para despejar su cabeza, tras tantas horas de encierro forzado en la casa.
La primera ráfaga la despeinó y abrió con fuerza el abrigo que todavía no había abotonado. Lo hizo entonces, y tras acariciar un lado de su cabellera, colocando un mechón rebelde tras la oreja, comenzó a caminar. Apenas eran cinco, a lo sumo diez minutos, los que tenía que emplear antes de llegar a uno de los parques. Las luces de un debilitado invierno habían desaparecido, creando confusión entre los reflejos de los escaparates y la luz amortiguada y anaranjada de las farolas.

Nada más llegar al parque, se encontró con un señor que llevaba, cinco metros por delante de él, una miniatura de animal. Se le enredó entre las piernas, y mientras ella trataba de soltarse, el hombre se excusaba. Pero al fin y al cabo se trataba de un perro, que lo único que quería era jugar y refugiarse del viento, que le levantaba las patas traseras, a cada saltito que daba.

Unos metros más adelante, creyó, haber no sólo detenido el tiempo, sino también haberlo echado hacia atrás. Era su madre la que venía con paso ligero hacia ella. Las manos entrecruzadas delante de su cuerpo, nunca en los bolsillos; la cabeza agachada, defendiéndose del aire, mientras la melena, larga y fina, jugaba a llegar cuanto más alto, mejor. Un abrigo largo que tapaba casi el final de una amplia falda, y unos elegantes botines oscuros. Encerrados entre sus brazos, tenía unos cuantos libros, envueltos en plástico transparente, que brillaba cada vez que la luz de una farola los iluminaba. No podía ser otra persona. Era ella. Hacía unos cuantos años. Hasta el perfume que dejó cuando pasó por su lado era idéntico al que su madre usaba.

Pero no era ella. Sabía que los recuerdos de la niñez quedan grabados gracias al amor profesado, por la calidez de unas imágenes seguras de cuando necesitamos una mano que nos ayude a caminar, o incluso por olores caseros, que quedan como parte de nuestra memoria subjetiva. La neblina que se comenzaba a formar, arrastrada desde las montañas por el viento, y las pequeñas gotas de agua o nieve, la habían ayudado a recordar, junto con la tenue luz de las cuatro farolas del camino, a su madre cuando era joven. Contempló como se alejaba hacia la entrada del parque y descubrió las diferencias que convertían a esa persona en una desconocida. ¿Acaso ese vistazo al pasado tenía algo que ver con su día?

Retomó el camino. Las fuentes centrales estaban encendidas, el agua manaba del fondo de sus ejes, en armónica monotonía. Las luces de las bases estaban también prendidas. El ruido que creaba el agua al caer sobre su pilar, y estallar en miles de gotas sobre el resto del agua formaban un espectáculo que la entretuvo durante unos minutos. Mantuvo la mirada fija en el chorro principal. Sus manos se deslizaron hacia los bolsillos. Y una gota salada recorrió su mejilla.

Zephyros acababa de llegar al parque. Cuatro palmeras habían sufrido un deterioro durante el fin de semana, debido a las trifulcas de los jóvenes, que parecían no respetar nada.

El lunes era el día de más trabajo para Zephyros. Debía recorrer todos los parques y jardines, y controlar que todas las plantas y las futuras flores adormiladas, hubieran pasado un fin de semana lleno de calidez. Forzaba a sus compañeros a comportarse bien, a ser respetuosos durante la noche, pero algunos vientos no respetaban sus deseos, y soplaban durante horas, consiguiendo que las heladas conocidas en toda la ciudad, fueran el tema de conversación principal, tanto de los habitantes, como de los Mayores. Zephyros debía reponer la clorofila de las plantas del Jardín Botánico, y calmar los dolores de las ramas partidas. Auxiliar los débiles tallos de las flores de las macetas y remediar los arañazos de los troncos. Tenía seis días para hacerlo. El domingo era el día en que todo el mundo disfrutaba de la naturaleza. Largos paseos familiares en las mañanas por los distintos parques, cuidados propios de las señoras a sus macetas en las ventanas y balcones, y flores dispuestas a ser regaladas en todas las floristerías, que hacían gala de un amplio colorido, a pesar del invierno.

Apoyaba su pecho sobre la barandilla de la fuente, las manos encerradas en los bolsillos, formando un nudo. La mirada fija en un punto del agua. Figuraba querer parar el tiempo, o convertirse en una figura de escayola del propio estanque. Caminó detrás de ella, fijándose en todos los detalles. Se apostó al otro lado de la fuente, metió las manos bajo sus alas y esperó a que se diera cuenta.

-“Un hipopótamo... Dos hipopótamos... Tres hipopótamos...”.

Levantó la mirada del chorro de agua. No se extrañó encontrarlo allí.

-“¿Cómo dices?”
-“Cuatro hipopótamos... Cinco hipopótamos... Seis hipopótamos...”.
-“¿Contando segundos?”
-“Hasta que te dieras cuenta.”
-“Bonita forma.”
-“¿Quieres que siga?

Se quedó callada. Le resultaba tan familiar aquella escena... Trataba de recordarla, como si hubiera sido un “déjà-vu” que no dejara de perseguirla. Todo se manifestaba como si pretendiera germinar, crecer y prosperar en unos segundos. Un instante en una eternidad, un suspiro en la vida.

Otra vez.

La próxima vez.

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samedi, janvier 28, 2006

La metáfora de la vida


La paloma desplegó sus alas, y se aupó al borde inmediatamente superior del reloj, donde otras tres palomas estaban posadas, mirando -como hacíamos con ellas- a los humanos que se apoyaban en la valla de madera. Tan sólo habían pasado unos segundos.

La brisa soplaba, moviendo las tardías hojas del suelo, y bastaba con prestar un poco de atención para entender algunas palabras que se le escapaban a Zephyros. ¡Cuántas veces ella se había quejado del viento en aquella ciudad! Le había puesto mil sobrenombres, desde el viento que vuelve loco hasta el viento que hace envejecer... Pero allí, parecía que el tiempo se hubiera parado, y que el viento cálido únicamente soplara para ella, para hacerle entender que también podía ser bueno.

Fue caminando por el Jardín, siguiendo las flechas turísticas, y leyendo las placas de los nombres de los distintos árboles. Estratégicamente, se habían instalado algunos bancos que, tanto a la derecha, como a la izquierda, invitaban con sus brillantes colores a sentarse. Y eso hizo. Se sentó justo enfrente de las cuatro o cinco clases de palmeras que se habían plantado. Por detrás, un pequeño riachuelo acompañaba la imagen, acercando al aire el rumor de sus aguas.

Zephyros estaba sentado encima de la palmera canaria, la “Phoenix canariensis”, a unos quince metros de altura, y acariciando las abundantes hojas que caían sobre el tronco en forma de rombos achatados. Una de sus aventuras consistía en haber velado todo el proceso de transplante de las Islas Afortunadas hacia la Ciudad del Viento. Le había cogido un cariño especial a esa planta, y desde ella, podía contemplar no sólo la gente y plantas del Jardín Botánico, sino también todos los demás árboles del parque de alrededor. Él también se sonrió. Con su cálido viento había atraído a esa muchacha hasta ese banco. Y ahora que la podía observar mejor...

Zephyros notaba la curiosidad de la chica en todo aquello que la rodeaba, y decidió gastarle una broma. Sopló con tibieza hacia una matita de hierba que estaba justo a los pies de ella, haciendo brotar una pequeña flor. Tímida, y con pocos pétalos, se alzó desde el suelo, y balanceándose suavemente, alcanzó unos de los pocos rayos de sol que todavía surcaban el cielo. Ella agachó la mirada y al verla se quedó embelesada. ¿Con lo observadora que era, como podía ser que aquella frágil flor se le hubiera escapado de su vista? Nunca dejaría de fascinarle la naturaleza y la fuerza de algunas plantas en querer nacer aún cuando comienza una de las estaciones más duras del año. Acarició uno de los pétalos, que sedosos, parecían agacharse como en reverencias, por la delicadeza de trato de la mujer. Poco a poco, sintió como el viento jugueteaba con su melena, como si fuera un gatito recién nacido enredado en un ovillo de lana. Palabras llegaban susurradas desde lo alto de la palmera. Primero llegaban suavemente, como si no tuvieran nada que ver con ella, y fueran sonidos de la naturaleza, que pasaban por allí. A continuación, riachuelos de sentidos corrían hacia ella, atravesando todo el Jardín Botánico, la mirada perduraba en las grandes hojas de las palmeras que tenía frente a ella, y antes de que pudiera hacer cualquier gesto, una paloma se acercó volando a ras del camino, quedándose parada a tan sólo unos pasos de ella. Una risa entre curiosa y tímida comenzó a sonar. La paloma se sentó sobre el suelo a la vez que una hoja de la palmera central cayó hasta el suelo, y como si se tratara de una escalinata, una persona desconocida bajó por ella.

Abrió la boca con sorpresa, pero sin asustarse. Aquella tarde, todo lo que ocurría parecía ser mágico. Esperó sentada a que el hombre con el torso desnudo hablara.

- ¿No te vas? Le preguntó Zephyros.

- Estaba yo aquí primero, le contestó con altanería.

- Buena respuesta.

- Gracias, agradeció ella, mientras bajaba la mirada.

- No te sonrojes, me ha gustado tu paseo, he estado observándote. E intuyo que mi historia te gustará. Déjame contártela, y después, si quieres me haces todas las preguntas que quieras.

- Está bien.

Zephyros sonrió, ella no parecía darse cuenta que era la única persona en todo el lugar que era capaz de verlo. Hizo aparecer una chaqueta de la nada, y tras ponérsela, se sentó junto a ella. La observó lentamente, examinando cada detalle de su rostro. Cuando tuvo una imagen fiable de ella, cerró los ojos, y comenzó a hablar.

Hace mucho tiempo, yo era la persona encargada de cuidar todos estos jardines, sus plantas y árboles. Además, mantenía una floristería, que traía flores de todas partes del mundo. También era bien conocido por saber hablarles y mantenerlas en su mejor momento, no había planta que no resistiera al peor invierno, ni que no creciera todo lo máximo gracias a los cuidados que tanto mi ayudante Cloris, como yo mismo les ofrecíamos.

Pero una mañana, cuando la aurora comenzaba a alumbrar todos mis terrenos, alguien dejó bajo mi puerta una nota. Tan solo cuatro palabras aparecían mecanografiadas: “te quiero a morir”. No la entendí y tampoco busqué una explicación razonable a aquella nota. Pensé que tal vez, alguien había querido gastarme una broma, o que, incluso, nada tenía que ver conmigo. Y sin más, seguí la rutina de mi día a día.

Al llegar a la floristería, otro detalle apareció en ese día extraño. Cloris me dijo que habían llamado por teléfono, y que necesitaban mi ayuda urgentemente en el Jardín Botánico. Era extraño, ya que la tarde anterior había estado cuidando de las nuevas especies que nos habían llegado de las Islas Afortunadas, y lo había dejado todo en buen estado. Al llegar, una niña tenía en sus manos una pequeña planta congelada que había encontrado en la basura. Muchas de las hojas habían desaparecido, y las pocas que le quedaban estaban rotas y arañadas. Me recordó a tantos y tantos corazones que había tratado de arreglar con mis hermosos ramos de flores, que no pude resistir la tentación de llevarme a la niña y su plantita a mi tienda. Allí, sentí como un calor poderoso invadía mis manos, y al acercarlas a la planta, pude comprobar como la fe de la niña, y la necesidad de la plantita por sobrevivir se unían, y hacían renacer los tallos verdes y las hojas malheridas.

En este momento, Zephyros abrió los ojos, y observó como una lágrima caía rodando por la mejilla de su acompañante.

-Entiendo que has comprendido la metáfora. Cuida bien de tu propia planta, riégala, mímala, y cree en ella.

Zephyros desplegó sus alas, que mantenía ocultas, y tras volver la mirada a la mujer sentada en el banco, se hizo invisible. Ella se levantó y se acercó al estanque. Los cazos de agua seguían contando los segundos.

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vendredi, janvier 27, 2006

Encuentro en el Jardín Botánico


Estaba de pie frente al reloj de agua del Jardín Botánico de la Ciudad del Viento. Un apacible viento cálido, proveniente del oeste, comenzaba a soplar. El pato de alas grises realizaba ejercicios de estiramiento, mientras dos presuntuosos cisnes mantenían la mirada fija en dos personajes que dudaban si tirarles migas de pan, o una piedra. Algo más alejada, una bandada de palomas, caminaba en círculos, esperando el momento más propicio para robar un codiciado hueco bajo los arbustos, a los patos que descansaban.


Zephyros contemplaba la escena desde el mismo centro del Jardín Botánico. Era un hombre joven, alto y apuesto... Con alas de mariposa en la espalda. Al menos en su forma primaria. Hace unos años, había cambiado esas alas por unas enormes y blancas de ángel, a raíz de un comentario somnoliento de una niña, a la que había ayudado a cuidar de una pequeña flor congelada que se había encontrado en la basura de su portal.


No tenía barba que le hiciera parecer más mayor, su rostro era limpio y suave. Solía ir semidesnudo y descalzo. Únicamente se cubría con un manto que sostiene entre sus manos, en el cual lleva una gran cantidad de flores, y desde el que dejaba caer su magia primaveral, haciendo crecer flores en sitios insólitos, y embelleciendo los árboles con nuevas hojas de vivos colores.


Lógicamente nadie lo veía, ya que Zephyros era un dios, el dios del viento del oeste. El encargado de traer la primavera, y de alegrar los corazones de aquellas almas solitarias que buscaban la tranquilidad de su espíritu en la naturaleza. Algunas veces, Zephyros gastaba bromas y alborotaba en la estación otoñal, aunque lo hacía a escondidas, sin que los Mayores se enteraran.

Comenzaba el otoño en la Ciudad del Viento. La hierba comenzaba a amarillear, los árboles se vestían con sus impermeables de colores marrones y verdes oscuro, mientras se despojaban de sus hojas, a las que soltaban suavemente entre las ráfagas apacibles del viento de Zephyros.


A ella le gustaba ir a pasear al Jardín Botánico. Le fascinaban la altura de los árboles, y la rebeldía de algunas ramas, que parecían ser manos con los dedos extendidos hacia el cielo, así como la fortaleza que parecían tener desde el nacimiento de sus troncos. Le cautivaba pensar en cómo habían ido creciendo y cuantas personas se habían acercado a ellos, a acariciarlos y a sentir sus cortezas en sus manos. En las tardes de otoño, se sentaba en uno de los bancos, cerraba los ojos y trataba de sentir los últimos rayos de sol, que jugaban al escondite con el viento benévolo.

Le suele gustar buscar un significado concreto o una historia única a cada ráfaga que le alborota el pelo, en cada soplido que se cuela entre las páginas de su libro, o en cada destello que se escapa entre las palabras de una conversación, cuando está acompañada.


Esa tarde, de pie, su mirada se posó sobre el amplio reloj de agua. Los cazos de agua iban, segundo a segundo, arrastrando la aguja del reloj, que a su vez, empujaba la pata de una desdichada paloma, que se había posado allí. Ella se sonrío, y esperó a ver el tiempo que tardaba la infeliz plumífera en escapar del tiempo. ¿Qué curioso le parecía el tiempo en aquella época! Últimamente no hacían más que salirle al paso sincronismos, como señales lanzadas por alguien interesado en que encontrara de una vez su camino. Le hacía gracia encontrarles significados, que dependiendo de su estado de ánimo, o incluso del día que saliera, iban en direcciones distintas.


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jeudi, janvier 26, 2006

En route

Je commence une nouvelle fois. Le destin est capricieux, mais c'est à moi.
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