Hipopótamos
-“¿Se apagará la luz antes de llegar abajo?”
Afortunadamente, se trataba de un edificio viejo, y la luz continuó segundos después de que ella cerrara con suavidad la puerta tras de sí. Pensó que ir a dar un paseo por el parque sería lo más conveniente para despejar su cabeza, tras tantas horas de encierro forzado en la casa.
La primera ráfaga la despeinó y abrió con fuerza el abrigo que todavía no había abotonado. Lo hizo entonces, y tras acariciar un lado de su cabellera, colocando un mechón rebelde tras la oreja, comenzó a caminar. Apenas eran cinco, a lo sumo diez minutos, los que tenía que emplear antes de llegar a uno de los parques. Las luces de un debilitado invierno habían desaparecido, creando confusión entre los reflejos de los escaparates y la luz amortiguada y anaranjada de las farolas.
Nada más llegar al parque, se encontró con un señor que llevaba, cinco metros por delante de él, una miniatura de animal. Se le enredó entre las piernas, y mientras ella trataba de soltarse, el hombre se excusaba. Pero al fin y al cabo se trataba de un perro, que lo único que quería era jugar y refugiarse del viento, que le levantaba las patas traseras, a cada saltito que daba.
Unos metros más adelante, creyó, haber no sólo detenido el tiempo, sino también haberlo echado hacia atrás. Era su madre la que venía con paso ligero hacia ella. Las manos entrecruzadas delante de su cuerpo, nunca en los bolsillos; la cabeza agachada, defendiéndose del aire, mientras la melena, larga y fina, jugaba a llegar cuanto más alto, mejor. Un abrigo largo que tapaba casi el final de una amplia falda, y unos elegantes botines oscuros. Encerrados entre sus brazos, tenía unos cuantos libros, envueltos en plástico transparente, que brillaba cada vez que la luz de una farola los iluminaba. No podía ser otra persona. Era ella. Hacía unos cuantos años. Hasta el perfume que dejó cuando pasó por su lado era idéntico al que su madre usaba.
Pero no era ella. Sabía que los recuerdos de la niñez quedan grabados gracias al amor profesado, por la calidez de unas imágenes seguras de cuando necesitamos una mano que nos ayude a caminar, o incluso por olores caseros, que quedan como parte de nuestra memoria subjetiva. La neblina que se comenzaba a formar, arrastrada desde las montañas por el viento, y las pequeñas gotas de agua o nieve, la habían ayudado a recordar, junto con la tenue luz de las cuatro farolas del camino, a su madre cuando era joven. Contempló como se alejaba hacia la entrada del parque y descubrió las diferencias que convertían a esa persona en una desconocida. ¿Acaso ese vistazo al pasado tenía algo que ver con su día?
Retomó el camino. Las fuentes centrales estaban encendidas, el agua manaba del fondo de sus ejes, en armónica monotonía. Las luces de las bases estaban también prendidas. El ruido que creaba el agua al caer sobre su pilar, y estallar en miles de gotas sobre el resto del agua formaban un espectáculo que la entretuvo durante unos minutos. Mantuvo la mirada fija en el chorro principal. Sus manos se deslizaron hacia los bolsillos. Y una gota salada recorrió su mejilla.
Zephyros acababa de llegar al parque. Cuatro palmeras habían sufrido un deterioro durante el fin de semana, debido a las trifulcas de los jóvenes, que parecían no respetar nada.
El lunes era el día de más trabajo para Zephyros. Debía recorrer todos los parques y jardines, y controlar que todas las plantas y las futuras flores adormiladas, hubieran pasado un fin de semana lleno de calidez. Forzaba a sus compañeros a comportarse bien, a ser respetuosos durante la noche, pero algunos vientos no respetaban sus deseos, y soplaban durante horas, consiguiendo que las heladas conocidas en toda la ciudad, fueran el tema de conversación principal, tanto de los habitantes, como de los Mayores. Zephyros debía reponer la clorofila de las plantas del Jardín Botánico, y calmar los dolores de las ramas partidas. Auxiliar los débiles tallos de las flores de las macetas y remediar los arañazos de los troncos. Tenía seis días para hacerlo. El domingo era el día en que todo el mundo disfrutaba de la naturaleza. Largos paseos familiares en las mañanas por los distintos parques, cuidados propios de las señoras a sus macetas en las ventanas y balcones, y flores dispuestas a ser regaladas en todas las floristerías, que hacían gala de un amplio colorido, a pesar del invierno.
Apoyaba su pecho sobre la barandilla de la fuente, las manos encerradas en los bolsillos, formando un nudo. La mirada fija en un punto del agua. Figuraba querer parar el tiempo, o convertirse en una figura de escayola del propio estanque. Caminó detrás de ella, fijándose en todos los detalles. Se apostó al otro lado de la fuente, metió las manos bajo sus alas y esperó a que se diera cuenta.
-“Un hipopótamo... Dos hipopótamos... Tres hipopótamos...”.
Levantó la mirada del chorro de agua. No se extrañó encontrarlo allí.
-“¿Cómo dices?”
-“Cuatro hipopótamos... Cinco hipopótamos... Seis hipopótamos...”.
-“¿Contando segundos?”
-“Hasta que te dieras cuenta.”
-“Bonita forma.”
-“¿Quieres que siga?”
Se quedó callada. Le resultaba tan familiar aquella escena... Trataba de recordarla, como si hubiera sido un “déjà-vu” que no dejara de perseguirla. Todo se manifestaba como si pretendiera germinar, crecer y prosperar en unos segundos. Un instante en una eternidad, un suspiro en la vida.
Otra vez.
La próxima vez.
Libellés : ciudad del viento, jardín botánico, zephyros
3 Comments:
A veces, sinos concentramos, podemos convertir cualquier momento en un recuerdo, incluso como si fuera el pasado, o un sueño, incluso si seguimos viviendolo
En efecto Micro. Te doy toda la razón.
“déjà-vu”
Me encanta esa expresión...
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