La mirada del guante
Aquella mañana había llegado antes al sitio de encuentro. Los arbustos mal recortados le salían al encuentro, mientras algunas ramas la acogían soltándole unas pocas de agua, condensadas por el frío. A pesar de la niebla que cubría toda la ciudad, y que no la dejaba ver más allá de unos pocos pasos, localizó el banco donde solía esperar y se sentó. El frío se colaba poco a poco a través del cuello abierto de su chaqueta. Cogió la bufanda a rayas de su bolso, le dio una vuelta alrededor de su cuello, y se la subió hasta cubrir con ella la boca. Pensó en sacar los guantes de su bolso, guantes sobrios y aterciopelados, que le habían regalado hacia sólo unos días, pero prefirió esperar todavía un rato. Había salido de su casa hacía poco, y aún conservaba las manos calientes. Las metió en su abrigo, mientras escudriñaba delante de ella. El árbol de enfrente surgía como un fantasma, vigilante y al acecho de todo cuanto pudiera acontecer, como si hubiera sido erigido el guardián de todo el Paseo. Alguna vez se había acercado a él, a acariciar su tronco, y seguir con el dedo, alguno de los arañazos que cubrían su corteza. Era el árbol más alto y fuerte de toda aquella calle, tanto que incluso desde la ventana de su habitación, conseguía verlo. Eso sí, asomándose peligrosamente por el alféizar. Pero cuando la luna estaba llena, ésta iluminaba de tal manera el Paseo, que todo se volvía mágico.
Sus ojos eran grandes, curiosos, buscando ver siempre más allá de lo que tenía delante de ella; inquisitivos, preguntándose los porqués de esto, y los cómo de aquello. Tenían un color de ojos indefinido, que le cambiaba dependiendo del tiempo que hiciera. Le gustaba guiñarlos para enfocar con mayor definición las cosas o las personas que tenía delante de ella. Por ello, pensaba ella, le habían puesto gafas tan pequeña. Y recordó como su madre la engañaba para que hiciera ejercicios visuales, y no tener que llevar siempre aquellas muletas para sus ojos. Y como su padre, se había reído en la óptica cuando fueron a comprar las primeras gafas, porque su naricilla hacía de columpio, y siempre se le caían. Sonrió. Le gustaba recordar. Pero en los últimos tiempos, amanecían tristes. A ella le parecía que ya no eran capaces de hechizar nada de lo que veía, o tal vez, la ilusión por cambiar las cosas que observaba había cambiado, o desaparecido. En cualquier caso, ella se esforzaba por recuperar la luminosidad que la caracterizaba, y solitaria, esperaba en el banco de piedra mirando los alrededores.
La niebla comenzaba a disiparse con las primeras luces, el tráfico aumentaba a ambos lados del Paseo, pero ni él ni otras personas aparecían por el lugar. Miró el reloj. Aún tenía tiempo. Los aromas salvajes de la naturaleza mojada se hacían intensos a medida que la luz y los primeros rayos de sol trataban de romper la barrera infranqueable de la niebla.
Al lado del banco, un pequeño guante rojo asomaba. Lo recogió con mimo y tras comprobar que era un guante infantil, pequeño y con un agujerito en un par de dedos, lo agitó para quitarle la suciedad que había acumulado, y lo depositó sobre el banco. ¿A quién se le podía haber perdido? Cerca de allí, habían unos columpios que estaban ocupados todas las tardes, por niños de corta edad, a la salida del colegio. Alguna vez los había visto columpiarse a la par que mordían con ansia sus bocadillos, y reír felices con sus amigos. El guante rojo debía pertenecer a alguno de aquellos niños que la tarde anterior debía haber esperado turno para subir al columpio, y que aprovechó ese tiempo, para comerse sus chucherías. Se le olvidaría recoger su guantito en la mochila, o tal vez, se le habría caído del bolsillo de su anorak.
A ella, le gustaba hacer monigotes con sus guantes cuando era pequeña –y no tan pequeña-, se ponía un guante, y ataba alrededor de los tres dedos centrales el otro guante, como si fuera una bufanda, hacía una especie de nudo, sacaba un dedo, que funcionaba como nariz, y ya está, ya tenía un muñeco con sombrero, nariz y brazos, que hablaba y saltaba. Y ahora, años más tarde, pensaba en aquella infancia, en aquella rebeldía que poco a poco iba perdiendo, en las ilusiones que encerraban sus manos, y que ahora desgranaban una distancia difícil de soportar.
La vida se forjaba ahora a otro nivel, con responsabilidades y sin juegos infantiles, a la vez cerca y lejos de todo aquello que quería y sentía. Y sólo un olvidado guante rojo había conseguido evocar la nostalgia de antaño.
Salió de repente de la niebla, su cara sonrojada por haber ido deprisa al encuentro le sonreía. La saludó brevemente. La expresión de su cara reflejaba una tristeza infinita, y sus ojos, que parecían estar al borde de las lágrimas, le atraían y perdían. Le sonrió diciéndole que todo estaba bien. Bajó su mano y la dejó en la de él, y mientras caminaban juntos hacia el trabajo, le contó todo aquello, que durante unos instantes había cruzado por su mente.
Libellés : ciudad del viento, ella, historias, profesora
1 Comments:
La niñez.. crecemos, pero debemos de recordar lo que nos hacía reir.
Y jugar.
Y vivir.
besos.
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