El vagabundo de almas
El hombre ya no esperaba nada. Se había cansado de la vida. O al menos, eso es lo que creía. Su imperturbable sensibilidad lo había alejado de todo lo que amó. Ve como los niños en las calles esconden su miseria bajo los abrigos raídos. Envuelven su tristeza en las luces de colores de los escaparates y escapan hacia la oscuridad. La gente, movida como marionetas sin voluntad, camina en silencio, no dice nada. Los árboles se tensan bajo el calor sofocante de las bombillas que, únicas, parecen mantener la rectitud de falsos días. Las hojas de otoño caen dando paso al invierno blanco. El sol retira la mirada y el viento busca el contacto.
El hombre escapa de su propia existencia. Entristecido por no haber conseguido mantener cualquier relación humana por temor. Miedo a encariñarse con alguien que, seguramente en algún momento, cambiaría de destino, dejándolo a él tirado junto a las vías del tren. Temor a una ausencia, que él mismo provocaba. Había golpeado al amor, más no consiguió retenerlo, se escapó entre los visillos de una cortina gris. La amistad se había evaporado, buscando otras vías, como el vaho que se exhala en una tarde de niebla, y se mezcla con ella. El extremo egoísmo del que había hecho gala por no herir a nadie, se volvió en su contra. Y ese día, amedrentado por tanta pobreza y desolación, escapó. Se había convertido en una sombra.
El hombre decidió cambiar el alma de todo aquel que quisiera escucharlo. Y ahora se asoma día tras día, a las ventanas del asilo, buscando el método de cambiar su inmortalidad. Las vías del andén son cómplices de su lucha, y guardan las historias que les cuenta a la caída de la noche.
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