vendredi, octobre 20, 2006

La trastienda de Doña Pura


La señora Pura es una mujer pequeñita, de aspecto frágil, manos arrugadas y dedos alargados. El pelo canoso está siempre recogido en un moño alto, que adereza con un lazo de color azul, verde o rojo, dependiendo del día que lleve, o del estado de ánimo con el que se haya levantado. Lleva siempre unas gafas enormes, que únicamente se quita, cuando está cosiendo o tejiendo. Las suele dejar olvidadas sobre la mesa, y se desespera cuando se levanta de su mecedora, y no las encuentra.

Tiene dos pasiones que no oculta. La primera el amor hacia sus dos gatos, ambos recogidos en la calle, y que le hacen sentirse más joven cuando riéndose, les ayuda a desenredarlos de los ovillos de lana que ocupan el espacio del cuartito de atrás. Los bautizó Fango y Nubarrón. El primero estaba lleno de barro cuando lo recogió en el callejón donde tiraban la basura, y le pareció que ese nombre le venía perfecto, ya que después de lavado, seguía siendo de un color marrón oscuro, que se confundía con los bajos de los muebles antiguos. El nombre de Nubarrón fue elegido por un cliente que entró en la tienda, y que al verlo caminar por el suelo, a pequeños saltitos, con todo el pelo grisáceo moviéndose al compás, le pareció gracioso, y lo llamó cariñosamente con “Nubarrón”. A la señora Pura le gustó el nombre, y le preguntó al cliente si podía usarlo para llamarlo así al gatito gris.

La segunda pasión es su marido... Don Nicolás, el dueño de la Tienda de Hilos. Se conocieron hace muchos años, cuando los dos eran jóvenes; ella, solidaria y responsable, quería cambiar el mundo, y éste, decía ella, era de los niños; él, era el ayudante de la biblioteca de su misma facultad, conseguía un pequeño sueldo, que ayudaba en su casa a aguantar hasta el final del mes, y además, se le permitía leer todos los libros que quisiera, y a través de los cuáles aprendió miles de cosas.. Ambos tenían inquietudes similares. Según la señora Pura, fue un auténtico flechazo en ambos sentidos. Don Nicolás se sonríe siempre que la escucha decir eso.

Cuando comencé a visitar la Tienda de Hilos, Don Nicolás me contó cómo consiguió conquistar a la señora Pura. Me decía que no había sido una tarea fácil. Ella se iba a trabajar como profesora a otra ciudad, y él se quedaría allí... Esperándola. Y la esperó. Claro que lo hizo. Los días de Don Nicolás se hacían largos hasta que conseguía hablar con ella por teléfono. Le gustaba escuchar como la señora Pura le contaba lo que había hecho durante el día, cómo había conseguido que sus pequeños monstruitos aprendieran a sumar, y cómo se habían puesto las batas llenas de pintura.

Don Nicolás me confesó que cuando ella hablaba, todo su alrededor se esfumaba. Él cerraba los ojos, y se la imaginaba delante de él, mirándole con esos ojos grises tan grandes, y tan bonitos que tiene. Leía sus labios carnosos, siempre sonrientes, que esconden una dentadura perfectamente blanca. Seguía su entonación, y sonreía cuando mezclaba palabras de su otro idioma en la conversación. Recordaba como ella arrugaba la nariz, cuando se enfadaba o estaba preocupada, y como, con sólo pasarle un dedo por encima de la nariz, de arriba hacia abajo, ella se esforzaba por cambiar su gesto, y sonreírle. Le gustaba la fragilidad que demostraba cuando la señora Pura escondía su rostro entre sus manos y sollozaba en silencio. Don Nicolás la cogía entre sus brazos, y susurrándole al oído, le decía que no se preocupara, que todo saldría bien. Y le encantaba la fortaleza que se empeñaba en mostrar. Su nerviosismo la ayudaba a hacer miles de tareas, que sólo de conocerlas, Don Nicolás, se agotaba.

Y decidió que no podía vivir más sin ella, o con ella en la distancia. Hizo sus maletas, cogió el primer vuelo hacia su ciudad, y tras llamar a la puerta de su casa, espero sonriente, con los brazos alargados, como si fuera el cristo de Brasil.

Don Nicolás se ríe todavía de la reacción que tuvo la señora Pura al abrir la puerta, y encontrarlo allí, de semejante guisa. Me cuenta que se echó a llorar, y que no sabía si abrazarlo, besarlo, o cerrarle la puerta en sus narices.

-“Ella, -me cuenta- no sabía que hubiera hecho cualquier cosa por estar con ella. Y a día de hoy, no me arrepiento de haber dado ese paso.”

Yo miro a Don Nicolás, y lo veo rejuvenecer. Después, cuelo mi mirada hacia la trastienda, y veo como la señora Pura arregla alguna caja con hilos, la coloca sobre una mesa, y saca a Nubarrón de la caja, para dejarlo con suavidad sobre el suelo. Sé que ha escuchado cada palabra de Don Nicolás, pero prefiere hacerle creer que fue su conquista, y acercándose el dedo índice a sus labios, me hace el gesto de callarse, a la vez que me guiña el ojo.

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