Don Pedro, el vagabundo
Sentado en un banco del parque, Don Pedro se despereza. Estira sus brazos encogidos hacia el cielo, mientras guiña los ojos, molestos ya ante tanta luz a primera hora de la mañana.
La noche ha sido calurosa. Contempla sus bolsas, llenas de utensilios que encuentra en la basura: dos platos metálicos, un tenedor, un juguete estropeado, y un poco de ropa, que luego vende en mercadillos. Recoge su gorra del suelo, y tras rebuscar en una de las bolsas de supermercado, saca un par de yogures caducados, y un pan duro: su desayuno de hoy.
La gente lo conoce como Don Pedro, el vagabundo del parque Miraflores. No saben si ese es realmente su nombre, pero él se presenta así, con el “don” seguido de un nombre, siempre con ese distintivo, que le hace sentirse distinto a otros mendigos y vagabundos.
Su mente divaga sobre años anteriores, cuando su felicidad era otra, cuando su destino comenzaba a desdibujarse. De todas formas, Don Pedro no parecía estar preocupado por su actual realidad. Había encontrado la paz interior, y podía decir que había tenido en su vida todo lo que él había querido y deseado, hasta el justo momento en que un desgarrador golpe se lo llevó todo.
Su aparente rudeza, no deja de ser una fachada. Unas lágrimas descienden, cada poco tiempo, por la mejilla, marcando su ajado y sucio rostro. Sus recuerdos buscan y rebuscan a su único amor, aquella mujer de ojos ambarinos, que lo cautivó.
Era preciosa. Conversación inteligente. Mirada brillante. Un futuro completo, que él cambió para siempre.
Años atrás, habían hecho una escapada de fin de semana a la montaña. Iban a ser unos días tranquilos, él se declararía en la cena del primer día, y esperaba que ella le diera el sí. Pero no llegaron a destino. Un grave accidente de tráfico los separó. A Don Pedro lo llevaron al hospital, donde estuvo ingresado más de dos meses. A ella, directamente al depósito de cadáveres.
Cuando Don Pedro pudo levantarse por fin de la aséptica cama donde se recuperaba, el médico que le había atendido, y que, por su bien, había escondido la verdad, le llevó al depósito, un lugar oscuro y tétrico, donde ella permanecía a la espera de que alguien solicitara su cuerpo. Le había prevenido, le había avisado que las cosas no eran como él pensaba, ni como le habían dicho en sus meses de convalecencia. Don Pedro quería verla, quería besarla y quería estar a su lado.
Su cara permanecía extrañamente bella. No tenía cicatrices ni heridas, sonreía levemente, y su cabello, medio recogido reposaba con delicadeza sobre parte de su frente. Permanecía rígida, fría, pero su esencia no la había abandonado.
En esa relación, ella había sido la dulzura, el romanticismo, la comprensión, todo lo que Don Pedro había necesitado en su corazón. Su sensual sonrisa, su mirada juguetona, sus palabras adecuadas, la pasión hecha mujer.
Don Pedro la miró, la acarició, y tras comprender que nunca más la volvería a tener a su lado, gritó. Gritó de tal manera, que los doctores que estaban por allí, se volvieron sorprendidos, Don Pedro acababa de perder su vida. Y la de ella. Y asumió su culpa, vagaría durante los días que le quedaran, recordándola, y añorándola. Hasta que por fin, pudieran volver a encontrarse.
Ahora, al recordar su pasado, secaba sus lágrimas con el puño sucio de una vieja camisa, y sólo le quedaban las imágenes de los bellos momentos vividos, cuando tocaba el cielo con sus manos. Escondido en un bolsillo de su pantalón, la cajita de terciopelo verde guardaba su pasado, el anillo de compromiso que ella tenía que haber llevado aquel día.
1 Comments:
El amor trágico: hay casualidades, momentos, hechos, que no podemos controlar, y hacen que en un momento todo cambie.
Sin embargo, me gustaría que D. Pedro fuera capaz de encontrar más amor.. que la ilusión volviera a sembrarse en su corazón.
El amor.
besos.
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