vendredi, février 17, 2006

Los hoyuelos de la tristeza


-“Me gustan tus hoyuelos cuando sonríes”.

Quién así habla es Juan Maeztu, el Loco de la Ciudad del Viento. En ese instante estaba sentado frente a su escritorio. Las persianas de madera golpeaban con fuerza el reborde de las ventanas, al mismo tiempo que éstas temblaban por la furia del viento que se había instalado desde hacía unos días en el lugar. El Bura había llegado de repente, prácticamente sin avisar. Noviembre se había adelantado al frío y al invierno. Y apenas se notaban ya los últimos pretextos de la naturaleza para mantenerse viva.

Las mañanas se mantenían soleadas, pero era todo un engaño. El frío era ilógico. El sol no conseguía calentar nada, y ráfagas de viento helado, proveniente de las montañas del norte, bajaban por la Ciudad del Viento, con una fuerza increíble, recorriendo las calles una y otra vez. Hojas caídas se arremolinaban en las esquinas, cansadas de volar en espiral para estrellarse ante los escaparates y los coches. El ruido era únicamente mecánico y humano. Ningún pájaro se atrevía a cantar, parecían haber desaparecido de la ciudad, buscando tal vez un lugar más seco y templado.

Algunas tardes, como queriendo burlarse de los meteorólogos, la lluvia asomaba en la ciudad. Con nubes y viento, era improbable que la lluvia llegara, ¿no? Eran solamente cuatro gotas que no mojaban el asfalto. Pero eran receladas por la gente porque llegaban con el viento helado, y antes de caer sobre el suelo, se consolidaban, llegando a ser como pequeños guijarros que golpeaban a la gente, los coches y los bancos de madera de los paseos.

La pantalla de la lámpara situada sobre la mesa estaba cubierta por un pañuelo, que difuminaba en cierto modo la atmósfera fría y reservada de aquella habitación. La sombra de la luz alcanzaba a iluminar la única silla que había enfrente del Loco, y apenas llegaba a rozar el pie de la librería. Sobre la mesa había cuatro libros de diversa temática, de los cuales, uno estaba abierto por la página veintiséis, junto con una hoja de un cuaderno, con un dibujo de ella hecho a lápiz. También habían un vaso de agua y una jarra plateada sobre una bandeja del mismo estilo. Una pluma, un bolígrafo y unas hojas de papel con el sello de Juan Maeztu completaban la escena del Loco en su biblioteca.

-“Adoro las arrugas de tus ojos... Cuando sonríes”.

Hablaba con la mirada perdida delante de él. Su sufrimiento era patente. Cogió la jarra de agua y se llenó el vaso. Hasta arriba. Acercó su boca al borde del vaso, y sin levantarlo, dio un pequeño sorbo. Se rió de la situación. Desde pequeño le había gustado llenar los vasos hasta arriba y dar el primer trago sin levantar el recipiente. Más tarde, sus compañeros de carrera le habían colgado el cartel de maniático. Hasta que alguien en la Ciudad del Viento lo llamó loco. Y como “El Loco” era conocido.

Pero, ¿quién no tiene una pequeña manía, o dos? Es de lo más común, y quién diga que no tiene, miente. El primer sorbo, lápices siempre afilados, hojas del mismo color, la raya de los pantalones, las llaves con la dentadura señalando hacia el mismo sitio, encender una luz antes que otra, o arrugar la nariz... Todo eso son manías que se hacen inconscientemente, no dan lugar a pensamientos extraños, a influencias de otros. Es el “yo” en su estado más puro. Y, ¿porqué evitarlas?

El Loco era feliz con sus influencias supersticiosas, mágicas o simplemente rutinarias. No hacía daño a nadie. Sólo a sí mismo, cuando lo pensaba. Sonrió, miró a la silla de enfrente.

-“No entiendo porqué no te gusta. No es malo, no te estoy haciendo daño. Y antes... Antes te reías de estas manías.

Cogió el vaso entre sus manos. Mantenía el equilibrio del agua. Una pequeña batalla se libraba dentro del vaso, y también dentro de su alma. Se encontraba perdido, trataba de encontrar el camino de vuelta a su vida, pero algo se le escapaba. Bebió y soltó el vaso vacío sobre la bandeja.

-“Me encanta tu sonrisa. Te iluminas entera.

Cruzó los brazos delante de él, apoyando los codos sobre la mesa. Ella le había dicho en numerosas ocasiones que era una señal de defensa que esgrimía hacia los demás. Ese simple gesto le molestaba.

-“¿Porqué te escondes, Juan?
-“No me escondo, estoy cómodo así.
-“Esa postura es como si te quisieras defender de las palabras de los demás. ¿Acaso temes a la gente? ¿al mundo? ¿Me temes a mí?

Ante esas palabras, El Loco siempre bajaba los brazos, y agachaba la cabeza. Ella lo miraba entonces con sus grandes ojos, iluminados por la humedad que afloraba mostrando una tristeza infinita. En realidad, temía cualquier palabra que ella pronunciara, temía que le reprochara cualquier cosa que pudiera alejarla de él.

Dejó vagar la mirada sobre la mesa. Cogió la pluma, y una hoja de papel. Y comenzó a dibujarla. Una vez más. El viento parecía haberse calmado. Las ventanas ya no eran golpeadas, en su lugar, apoyado en el alféizar estaba Zephyros. Contemplaba la escena que el Loco había montado, dibujando y hablándole al silencio, tratando de hallar las razones de su situación.

-“Te ves tan hermosa cuando sonríes. Dime, ¿Porqué dejaste de sonreír?

El Loco no dejaba de mirar la hoja de papel, la pluma parecía cobrar vida por sí misma. Una vez tras otra, recorría la melena de ella, dibujaba su sonrisa y sus ojos, el gesto cansado de sus hombros. Conocía todo de ella, sus secretos y sus anhelos, sus sueños y sus pesadillas. Todo salvo aquella tristeza que emergía en sus ojos. Y que todavía no había alcanzado a encontrarle un significado.

-“¿Porqué dejaste de sonreírme?

Quizás El Loco no tenía que saberlo aún. Quizás era demasiado pronto para conocer los motivos por los que ella dejó de sonreír. Por el instante, sus hoyuelos de tristeza serían la única manera que tendría él de recordarla con vida.

Se levantó de su escritorio, besó su mano, y la abrió soplando ligeramente sobre ella. Se despidió de ella una noche más. Acarició la mejilla de ella, en el retrato que tenía en una estantería de la librería, y tras apagar la luz, salió de allí, con lágrimas en los ojos.

Zephyros dejó su sitio en la ventana. En su lugar, donde había permanecido escuchando el soliloquio de El Loco, crecieron unas plantas trepadoras, de un color verde esperanza, de un tono parecido a los ojos de ella. Algún día, él mismo hablaría con Juan Maeztu, y le contaría la historia de ella, y de su creciente tristeza.

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3 Comments:

Blogger soledad said...

Ella está triste, ¿es por su enfermedad, la enfermedad del olvido?.

Pero es tan lindo el amor de él... ¿no tiene ninguna posibilidad de que su vida se vuelva a iluminar con la sonrisa de ella?

Zephiros ya hace que la hiedra le recuerdo sus ojos...

un beso, y feliz fin de semana, dama de viento.

10:34 AM  
Blogger dragonfly said...

:S
Es un relato muy triste. No sabemos si El loco esta solo y habla consigo mismo o con alguien que se ha inventado.....

Estoy ordenando los relatos de la ciudad del viento, para que así pueda entenderlos mejor...
Besos

12:38 PM  
Blogger MarthePG said...

Tranquilo, Dragonfly, que en cuanto acabe los exámenes, ordenaré los relatos. Al ser varios personajes, el orden lo establencen ellos, una historia por personaje :)

10:52 AM  

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