lundi, février 13, 2006

Abre el paraguas


En la Ciudad del Viento, hay una calle central, con varios carriles. Tiene aceras grandes y espaciosas a ambos lados, una callejuela central llena de banquitos de madera, pintados de marrón claro, y árboles y arbustos, que no dejan ver nada hacia los extremos. Ella siempre está allí. Se rodea de palomas que vienen a picotear las migas de pan que una señora mayor les deja por las mañanas. Y de niños por la tarde, que juegan en los columpios, mientras sus madres hablan y discuten entre ellas. Es la primera persona que aparece cuando las brumas matinales se aclaran , y la última en desaparecer cuando la luna está ya muy alta en el cielo.

Ella se queda inmóvil, con la mirada perdida en lontananza. Deja vagar sus pensamientos, mientras escucha las conversaciones de enamorados que se sientan cerca de ella, y sonríe al saber que también ella, una vez, consiguió atrapar ese amor eterno.

Su rostro refleja el paso de los años. De colores grisáceos, o pálido, a veces, es ajena a las inclemencias del tiempo. Con lluvia, o con sol, con el temible viento que le susurra y también le grita a los oídos; con el calor de la cercana primavera o con el arduo frío del invierno que se aleja. Siempre inmóvil, siempre allí, escuchando, sonriendo.

Su amor eterno. Piensa en él. Y contempla el lento caminar de los años. Él llegó un día, caminante de un paseo invadido por risas ajenas. Pasó por delante de ella, se detuvo mientras su mirada subía desde sus pies, calzados con apenas unas sandalias, hasta sus bellos y grandes ojos, que lo contemplaban fijamente. Se intercambiaron miradas, y ciegamente, se enamoró de ella, de su belleza perfecta, de su imperturbable ingenuidad, de su aire que está como ausente.

No fallaba ningún día. Venía por las mañanas, la saludaba, la quería, le recitaba poemas, le cantaba canciones, le traía flores. Y ella, serena, callaba.

Callaba su vida, su tiempo y su espacio. Callaba su inocencia, sus deseos de irse a otro lugar. Callaba su silencio. Callaban sus risas.

Él le suplicaba, le traía amor eterno, la besaba en presencia de todas aquellas personas, que como si de un loco se tratase, reían sus episodios. Se declaraba en verso, con un violín, y con flores. Nada era suficiente. Quizá.

Ella no podía decirle que también se había enamorado de él. De su caminar atento, de sus gestos hermosos, de su voz medida, de sus besos apasionados. No podía explicárselo.

Él venía un día sí, y otro también. Pero el tiempo, que nunca perdona, pasaba por él. Ya no era el apuesto joven que inventaba miles de historias para enamorarla. Su espalda se había encogido, sus sienes se habían encanecido, su caminar, otrora alegre, era cansino. Pero seguía visitándola.

Un día, amaneció anaranjado en la Ciudad del Viento.

El hombre, poeta y músico, despuntó muerto a los pies de ella, apoyaba su rostro en las sandalias de ella. Sus brazos envolvían sus piernas, como si no quisiera dejarla escapar por nunca jamás. Sus labios entonaban una sonrisa triste, sabedores de que ella no podría ser de nadie más. Ya nada podría separarlos.

Los vientos se confabularon aquel día, y durante el entierro, bailaron miles de danzas, con fuerza y vigor, emocionados ante los actos de entrega y amor, que había mostrado el hombre durante años. Zephyros adornó el lugar con las mejores flores de temporada en señal de duelo.

Aquella noche, un señor mayor y su nieta caminaban de vuelta a su hogar, pasando por la avenida en donde ella seguía guardando silencio.

La niña le preguntó a su abuelo, amigo de aquel hombre:

-“¿Porqué la estatua llora, abuelo?
-“No llora, cielo, está comenzando a llover. Ven, acércate, y abre el paraguas.

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1 Comments:

Blogger soledad said...

amores imposibles...

quisiera que la estatuta se convirtiera en persona, y pudiese corresponder a los besos de él, tal es el amor que ambos se tienen.

un besico , y buenos días.

1:18 PM  

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