samedi, décembre 09, 2006

El insomnio de Juan Maeztu

El día había amanecido claro. El sol se colaba por las rendijas abiertas de las cortinas, iluminando la cabecera de la cama. Los girasoles decorativos de madera de la barra verde resplandecían al unísono, mientras Juan Maeztu estiraba los brazos.

A su lado, ella dormía tranquilamente. Su respiración era suave y acorde, sólo entrecortada por unos pequeños suspiros que se escapaban por su boca medio abierta. Sonreía en sueños. Juan alargó su mano hacia su espalda, y la recorrió de arriba abajo. Ella abrió los ojos y tras centrar la mirada en Juan, le lanzó un beso, que el recogió solícito, inclinando la cabeza.

-“Buenos días, señor.”
-“Buenos días, señorita.”

Tras el ritual de la mañana, ella se acercó al lado de la cama donde él dormía, y tras abrazarlo, le empujó con dulzura para que se levantara.

-“Hace sol, hay luz ,no hace tanto frío, tenemos que aprovechar este día. Seguro que no hay nada de viento en la calle.¿Te asomas?”

Juan se levantó, se colocó ambas zapatillas, y se acercó a la ventana. La abrió de par en par. E inspiró el aire fresco cargado con los olores de los árboles frutales que tenía enfrente. Después, le cogió de la mano y la atrajo hacia la ventana.

-“Tenías razón, señorita, hoy es un gran día. ¿Vas a salir hoy a la calle?”
-“Siempre tengo razón, amore, voy preparando el desayuno mientras te preparas. Yo saldré un poco más tarde, tengo que entregar unos dibujos a mi editor.”
-“De acuerdo, te veo en unos minutos.”

Ella bajó a la cocina, encendió la cafetera y cogió unas naranjas del frutero. Mientras exprimía su jugo, pensó en los detalles que faltaban en sus dibujos. Apenas unos rasgos para definir las caras de la gente, y un poco de claridad en el fondo del paisaje. Un par de toques de color con los lápices pastel y ya lo tendría listo. Después de entregarlos, tendría que ir a comprar más papeles y lápices. Pero eso lo dejaba para la tarde. A última hora de la mañana, tenía una cita ineludible con su médico. Intuía lo que le iba a decir. Los dolores de cabeza apenas habían disminuido esos días. El viento parecía ayudar a hacerlos más fuertes. Y las sombras que traían las nieblas no conseguían despejar sus preocupaciones. No le había dicho nada a Juan. El Loco tenía suficiente aquellos días soportando su mal humor.

-“Se me ha hecho tardísimo. Tengo que salir ya mismo, querida. Me han llamado al móvil con una urgencia.”
-“Tómate aunque sea el zumo, Juan.”
-“Un buen zumo natural, un beso apasionado de la persona a la que más amo, y te veo esta tarde. Antes de que te des cuenta, estoy aquí de nuevo.
-“Te esperaré.”
-“No te vayas muy lejos.”
-“Descuida, tengo muchas cosas que hacer en casa.”
-“Hasta ahora, mi niña.”

Juan Maeztu salió de la casa con un portafolios en la mano, el abrigo sin terminar de abrochar, y la bufanda colgando. Ella lo miraba alejarse por la ventana, mientras sonreía por lo descuidado que era. A pesar de sus manías, todavía no había conseguido que saliera algún día, bien vestido, sin tener que ayudarle con la corbata, o abrochándole los botones correctamente.

Se terminó el café, fue a la biblioteca, y terminó sus dibujos. Los colocó con cuidado en una gran carpeta, y tras cerrarla con pinzas a ambos lados, la dejó al lado de la puerta de entrada. Subió a cambiarse para entregarse al frío matinal de la ciudad.

Al salir a la calle, los alisios le revolotearon el cabello. “Tiempo sur”, -pensó. Era una temperatura elevada para la fecha en la que estaban, aunque no tan improbable. Los dioses de los vientos andaban nerviosos. Llegaba cargada de humedad, cosa que no le hacía particular gracia.

Se dio prisa en llegar al centro y entregar su trabajo. La felicitaron como siempre, y tras darle un nuevo encargo para dentro de un mes, -ilustrar un cuento infantil-, se acercó a la consulta del médico. Le confirmaron las sospechas. Y tras agradecer el interés, se fue cabizbaja a la casa.

A primeras horas de la tarde, Juan Maeztu llegó a la casa. Su día había sido ajetreado. Aún así había conseguido sacar tiempo para acercarse a una floristería, y comprar la flor azul y blanca más hermosa que vio. Hizo que le envolvieran el largo tallo en un papel difuso, y con la flor en la mano, llegó a casa.

Entró y salió por la puerta tres veces. Primero el pie derecho, luego el izquierdo. Una media vuelta, y el mismo gesto. Dejó las llaves sobre el aparador, colgó el abrigo, y buscó por la puerta entreabierta de la librería si ella estaba allí. Le sorprendió no encontrarla al abrirla entera. No le dio mayor importancia. Una tormenta invernal había estallado hacía unos minutos. Supuso que le volvía a doler la cabeza, y tal vez estaría arriba, descansando.

De puntillas, entró en la habitación. Sus manos tenían escondida la flor en su espalda. Sobre la cama, de medio lado, ella lo miraba lánguidamente.

-“He vuelto.”
-“Te veo, Juan.”
-“¿Cómo estás? ¿Qué tal tu día?”

A partir de aquí la historia la conozco por partes, escrita en las hojas blancas e impolutas del doctor Esteban, y en las anotaciones del cuaderno de Juan, guardado en la carpeta de dibujo de ella.

Cuando entré te encontré recostada sobre la cama. El almohadón tirado a tus pies, y el perro apoyando su cabeza sobre tus rodillas. Pensé que estabas dormida. Pero entonces me hablaste. Tenías la mirada perdida, confusa. Parecías querer pensar en miles de cosas a la vez, pero sin fuerzas.
Recuerdo la frase que susurraste débilmente cuando me acerqué a la ventana.-
No me dejes sola, quédate conmigo.”

Y me acosté a tu lado, te abracé y pude sentir el calor que emanaba tu respiración. Acompasé la mía con la tuya. Y te besé.

Le dije que no se preocupara, que muy pronto se pasaría la tormenta, y que dejaría de dolerle la cabeza. Ella asintió. Pero ya sabía que se le pasaría por siempre. Conocía su destino mucho antes de lo que yo lo supe.

-“La flor. ¿Me la das?

Ella sabía que le había comprado una flor. No eran pocos los días que llegaba a casa y le llevaba una flor. Sólo una. Nada de ramos con flores silvestres, ni plantas de verdes hojas. Le gustaba la belleza solitaria de una sola flor, desprotegida y a la vez cuidada. Las solía poner en un jarrón de cuello alto, transparente, con piedrecillas azules en el fondo. La dejaba en la mesa de la biblioteca, mientras yo escribía. Luego se sentaba en el sillón, y me hacía compañía hasta bien entrada la noche.

-“Esta me la llevo conmigo.” –Fue lo siguiente que me dijo. Me quise levantar para llamar al médico. Pero me retuvo contra ella. Lágrimas caían por sus mejillas, mojando su blusa. No supe que hacer. No quería que saliera de mi vida de esas maneras. Le pedí que se quedara conmigo, que si ella se iba, yo me iría detrás. Alargó su mano para acariciarme la cara, mientras me tranquilizaba.

-“¿Sabes que te quiero, verdad?”

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1 Comments:

Blogger soledad said...

¿hoy es tu cumple?

besos besos besos.

7:59 AM  

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