mardi, juillet 22, 2008

El soplo helado de Circius


El misterioso hombrecillo cerró la puerta del portal tras de sí. Me dio el tiempo justo de verle entrar, con una miniatura canina de color blanco y pelo rizado acurrucada en sus brazos. Ambos me miraron a través del cristal, y creí reconocerlo, en el mismo instante en que nuestras miradas se cruzaron. Pero cuando me quise dar cuenta, mis pasos me habían llevado ya unos metros más adelante, y sólo me quedé pensando en que otra parte lo había visto anteriormente.


El hombrecillo llevaba un abrigo de tela verde oscura, y un sombrero inglés, del mismo corte. Un estilo harto complicado de encontrar en la Ciudad del Viento. Me pareció distinguir una barba de dos, o acaso tres días, blanca, que dejaba asomar, una tez blancuzca y una nariz achatada, colorada por el frío nocturno y los vientos.


El can era pequeño, y bastante tranquilo. Era además bastante acomodado ya que parecía preferir los brazos de su amo, antes que pisar el frío suelo de la calle. Demasiado raro para un perro de aguas.

Me paré en un semáforo en rojo. ¿De qué podía sonarme esa cara? Solía recordar las caras de las personas, sus voces, y el momento exacto en que las conocía por primera vez. Las primeras palabras que pronunciaban aparecían frente a mí, como dibujadas a fuego en mi mente. Cerré los ojos, creyendo que de esa manera, era más fácil recordar. El claxon de un coche me despertó de mis ensoñaciones, y entonces lo volví a ver.

Fue hace unos pocos meses en un parque cercano. Por aquel entonces, el hombrecillo no llevaba ninguna mascota consigo. Pero sí el abrigo verde. Iba a pasar por delante de él, cuando sacó las manos del bolsillo, haciendo caer los guantes de piel al suelo. Me agaché, y le dije, ya por detrás, que sus guantes se le habían caído. Se los tendí, mientras me fijaba en su gesto. Era un hombre apuesto, estaba entrado en años, pero no impedía que tuviera esa elegancia característica de los caballeros. Alargó su mano a la par que una sonrisa traviesa brotaba en su rostro.

Uno de los vientos más juguetones de toda la Ciudad del Viento es Circius. Es un viento molesto, algo cargante, pero buena persona. Suele bajar de sus adoradas montañas varias veces al mes, sobre todo en la época en la que el verano deja paso al otoño. Su mayor característica es que cuando se acerca a la Ciudad del Viento, Circius llega dando grandes pasos, mientras su espalda, aparece cubierta por un abrigo de paño fuerte, de modo más o menos inclinada. Dice que así no deja un solo lugar por el que haya pasado, que se quede sin su visita. Es un viento azulón-verdoso, lleno de remolinos bajo su largo gabán verde oscuro. Tiene la cara blancuzca, como si le hubieran echado polvos de talco encima, pero no se debe más que a su poca exposición al sol. Y cuando se enfada, hace que la temperatura baje varios grados, y ni las bufandas son capaces de soportar el viento helador.

Cuando baja a la ciudad, le gusta recorrer todos los grandes paseos, y quedarse unos cuantos días por allí. Le gusta sobre todo visitar los parques, tan amplios, y llenos de árboles con hermosas hojas marrones y anaranjadas, que parecen gritarle que desean dar una última vuelta antes de caer en el olvido y ser rastrilladas por los barrenderos municipales. Circius las escucha, y tras esconderse detrás de las fuentes, les sopla con violencia, para que se desprendan de sus ramas. Comienza ahí un gran viaje para las hojas que no caen directamente al suelo, sino que primero se elevan unos metros. Circius les dice adiós con la mano, en un gesto que apenas se percibe, mientras ellas exclaman emocionadas, por poder comparar la altura de sus árboles, y ver el nido aquel del que la hoja vecina se quejaba, o incluso hacen competiciones entre ellas para ver quién de todas ha dado más vueltas en el aire, o cual ha caído de manera más graciosa. Cuando caen al suelo, sus espíritus cambian, se volatizan en el aire, como esporas desenfrenadas, y se amontonan en el sombrero de Circius.

Entonces él camina a paso lento con las manos cruzadas en su espalda, esperando el momento apropiado en que nadie lo vea, para sacar sus guantes, y recoger allí todas aquellos pólenes que más tarde, Céfiro cuidará para la estación primaveral. Entre los dos, habían reunido una gran colección de esporas que habían hecho crecer árboles dóciles en el Jardín Botánico, y que hoy en día, eran admirados por los ciudadanos de Ciudad del Viento.

Pero Circius era también muy hogareño. Eso de bajar a la “gran ciudad” no le gustaba mucho. Le daba dolor de cabeza, y luego, al volver a casa, estaba de muy mal humor. Y además, por si eso no fuera poco, tenía que abandonar durante unos días a sus retoños. Claro que los dejaba al cargo de la niñera, Celine, y también ama de llaves. Pero aunque la quería con locura, creía que ésta utilizaba la cachiporra, cuando sus niños salían a las montañas y jugaban al escondite. Le molestaba que ellos nunca le contaran nada de sus travesuras, ni que Celine, la niñera, le pasara un informe de lo que había ocurrido durante su ausencia. En cuanto él volvía, ellos se reunían en el salón, al lado de la chimenea, y esperaban pacientemente a que Circius les contara que había hecho en la gran ciudad.

Celine les traía a los pequeños aprendices de viento y ecos, una gran taza de chocolate caliente, y a Circius una tetera de agua caliente, y una cajita de madera con varios sobrecitos de tés variados. Luego se sentaba y escuchaba con atención las noticias que traía Circius de la Ciudad del Viento.

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