jeudi, mars 15, 2007

Aviones de papel



Érase que se era un avioncito de papel, era de color blanco y...
Pero no, no...
La historia comienza mucho antes.
Pónganse cómodos, que hay historia para un buen rato...

En una gran casa habitada por una familia: la mamá, el papá, y dos niños pequeños, así como un perro marrón con manchas naranjas, estaban una tarde haciendo los deberes todos juntos alrededor de la mesa grande de la cocina...
“-Uno por uno, es igual a uno, dice la mamá, sigue tú, uno por...
-Uno por dos, es igual a dos, responde el niño pequeño, uno por tres, es igual a tres...”

Mientras tanto, el papá explicaba los colores al otro niño...

“-Si juntas el color blanco con el color rojo, que color sale? Lo mezclamos con la plastilina, así, para que veas el color.
-¡!Rosa!!
-Muy bien, hijo. Ahora vamos a pintar un pájaro en esta hoja de papel, vamos a hacerlo con varios colores, el azul, que es el color que más te gusta, para pintar el cielo, verdad?
-Sí, el cielo es azul, y las nubes blancas. Pero cuando les da el sol, son amarillas.
-Sí? Se me ocurre una idea, comienza a dibujar...

Mientras un niño recitaba la tabla de multiplicar del uno, y del dos, de todas las maneras posibles, en orden y salteados, el otro niño comenzaba a dibujar un gran pájaro rodeado de nubes y un hermoso sol amarillo coronando la inmensa hoja de papel, que el padre le había puesto encima de la mesa.

La plastilina en un lado, formada varias montañas de colores diversos, colores tan distintos como el rosa y el marrón, el rojo y el azul, se alzaban a la altura de los ojos del niño dibujante.

Del otro lado de la mesa, la mamá se había levantado ya para ir a preparar el baño para la hora de la ducha, y entre cuchicheos hablaba con el papá, sobre lo que éste estaba haciendo con una hoja de papel blanco.

Unos minutos más tarde, uno de los niños levantó la cabeza al notar una brisa cerca de su oreja. Vio a su padre sonreír y miró a su hermano, que lo miraba también con ojos grandes y extrañados.

Y de repente lo vió, estaba en el suelo, con la punta un poco hundida, pero con las alas aún desplegadas.

Era un avión de papel, blanco, con alas grandes y anchas, dobladas por dos veces, con la punta en pico, pero un poco tocado. Había caído sobre esa punta, y en su corto vuelo había rozado la oreja de uno de los niños, de ahí, la gran sonrisa del padre.

Uno de los niños se levantó de la silla, se agachó en el suelo y recogió al avioncito de papel.

“-Papá, ¿cómo has hecho que volara?
-Muy fácil, he doblado una hoja como esas en las que pintáis, varias veces, para poder hacer que tuviera forma de avión, he soplado un poco en la punta, como si le susurrara al avión cómo quiero que vuele, y hacia donde, y lo he lanzado.
-¡¡Y me ha dado a mí!! Le has dicho que viniera a mí, ¿verdad papá?
-Podemos hacer otro para tu hermano, ¿me ayudas?
-¿Y lo podemos pintar de colores?
-Claro, coged una hoja de papel cada uno... Mientras tanto os voy a contar la historia del avioncito de papel, de este avioncito en particular...”

Cuando todavía no había nacido, que aún era una hoja de papel, soñaba en hacer grandes cosas. No quería formar parte del paquete de hojas que no tenían otra finalidad que acabar en la papelera en forma de bola arrugada y pintada.
Soñaba con realizar grandes viajes, tener escritas grandes ideas, poder tener un hermoso cuadro realizado con acuarela. Quería disfrutar del momento, pero no quería que fuera corto, sino que quería que cada vez que cogieran su hoja de papel, lo contemplaran y jugaran con él. Todavía no había decidido que quería hacer, pero sabía que sus sueños eran grandes.

Un día, escuchó en la papelería en donde se encontraba con muchas familias de hojas de papel, una hoja que contaba una cosa muy extraña. Había visto desde una de las estanterías, como un niño había doblado a su primo, una cartulina de color azul celeste, y la había transformado en un avión. Había escuchado las risas del niño, del vendedor de la papelería, y hasta había visto como se dibujaba una sonrisa en una de las dobleces de la cartulina.

La hoja de papel, que ahora es un hermoso avión de papel, pensó, cuando se lo contaron, que era esa la finalidad que quería darle a su vida. Quería ser un avioncito de papel, le daba igual que le colorearan y le hicieran cosquillas con los lápices, quería volar alto alto, y ver el mundo desde arriba. Quería también ver el mar, azul, inmenso, brillante, quería saber si olía a sal o a golosina. Quería ver las sonrisas de un niño, que había puesto sus ilusiones en él, en su avión de papel, y con todas sus fuerzas deseó ser un avioncito de papel.

Con tanta fuerza lo deseó, que esa misma tarde, el papá de los niños, que escuchaban las historias del avioncito en la cocina, había ido a comprar un paquete de hojas, y algo, tal vez la hoja de papel, le había susurrado que quería ser el avión que recorriera el cielo de la cocina, en compañía de las risas infantiles.

“-Entonces, papá, si el avioncito quiere viajar y conocer más sitios, habrá que dejarle la ventana abierta.
-No lo había pensado, tal vez prefiera quedarse en la cocina, hay espacio más que suficiente para que vuele y vea mundo, respondió el papá.
-Sí, pero... fuera hay más niños como nosotros, que también querrán jugar con él. Y que le hagan ver más sitios, y que le hagan volar alto, y llegar hasta las estrellas, y...
-Muy bien, entonces, jugad un poco con el avión, pintadle las alas de colores, y yo escribiré una frase, para que todo aquel que lo encuentre, lo haga volar bien alto. ¿Os parece bien así?
Sí, sí! Exclamaron los niños.
-¿Y los que estáis haciendo ahora? ¿Esos también los echaremos a volar? Preguntó el papá.
-No, estos no, estos quieren quedarse con nosotros.
-Muy bien.”

“-¿Qué andáis tramando? Preguntó la mamá. Acabo de llegar de prepararos la bañera, y me encuentro que estáis aún pintando.
-Sí, vamos a preparar al avioncito de papel para volar, y conseguir su sueño.
-¿Su sueño?
-Quiere conocer mundo, explicó muy serio el niño pequeño.
-Bueno, chicos, pero daros prisa, que hay que ir a bañarse.”

En unos minutos, el avión de papel estaba totalmente decorado, tenía las alas pintadas de bonitos colores y una frase que decía, “quiero seguir volando”. Lo dejaron encima de la mesa de la cocina, mientras la mamá llevaba a los niños a la bañera.

El avioncito estaba un poco nervioso, había escuchado que su sueño de volar se iba a cumplir, y ya estaba esperando impaciente que llegara la mañana siguiente. Se imaginaba acunado entre el viento, con los pájaros volando a su alrededor, y cada vez que aterrizara, vería niños que lo recogerían y lo volverían a echar a volar. Y tal vez, llegara a un sitio donde hubiera más avioncitos de papel, como él, que también habían soñado con volar muy alto.“

-Pero... comenzó la mamá a contar, y si llueve? El avioncito se mojará y ya no podrá volar más.
Oh! Eso no lo habíamos pensado.
-Entonces, que vamos a hacer, preguntó.
-Esperaremos a que haga un buen día, mañana por la mañana, saldrá el sol, y llegará tan alto, tan alto, que las nubes no lo alcanzaran, y siempre puede pedirle ayuda a las golondrinas del cielo, para que lo lleven a un árbol.
-Mmm, se quedó pensando la mamá, tenéis razón. Al menos que tenga un gran viaje, tal y como quiere el avión.”

A la mañana siguiente, lucía un maravilloso sol, y en cuanto salieron, cogidos de la mano de sus papás, echaron a volar el avioncito. Soplaron la punta y le desearon un buen viaje.
El avión se elevó hacia el cielo, estuvo planeando un buen rato, y luego lo vieron ir cayendo. Pero a los dos minutos, mientras iban llegando al lugar donde tenía que haber aterrizado, escucharon una risa de un compañero suyo de clase, y vieron que el papá de ese niño, también lo echó a volar.
Así, pensaron los niños, el avioncito volará mucho por todas partes, y conocerá a muchos niños, que como nosotros querrán hacerlo volar y querrán jugar con él.
El avioncito se lo estaba pasando en grande, subía y bajaba, y veía muchas cosas, árboles, pájaros y ardillas, que nunca había imaginado. Y cuando alcanzó a ver a lo lejos, en una de sus subidas, una cosa azul, supo que se acercaba a otro de sus sueños, llegar al mar.
Y le puso más ganas aún, cada vez le costaba menos quedarse suspendido en el aire, cada vez, podía subir más alto. El viento le ayudaba y le mecía, lo balanceaba y lo llevaba de camino hacia el mar, le acercaba hacia el mar grande, azul, brillante, que había soñado alcanzar en su estantería llena de polvo de la papelería.

No le faltaba nada, ya estaba allí, ya podía sentir la brisa marina, podía escuchar el batir de las olas contra las rocas, podía oler la sal... ¡¡Estaba volando encima del mar!!
Estaba ya ahí, lo había conseguido, ahora ya podía volver a ser una hoja de papel, podía ser una bola arrugada de papel metida en una papelera, podía servir para reciclaje, pero al menos, había conseguido uno de sus mayores sueños. Había visto el mar, y lo mejor de todo, era que lo había visto volando, era un avioncito de papel que había visto el mar.

Poco a poco fue descendiendo, y cuando terminó posándose encima de una ola, lo supo. Supo que su fin había llegado, que su historia se iría con él, al fondo del mar, pero... Había luchado por su sueño, había conseguido su sueño, y ahora, le tocaba contárselo a los peces del mar.

P.S: Escrito y publicado por primera vez en galatea.blogia.com el 10 de marzo de 2004.

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samedi, mars 10, 2007

Si yo pudiera


Si yo pudiera... te acercaría las estrellas hasta tu habitación, para que tejieran una colcha con la que cubrirte cada noche.
Si yo pudiera... te regalaría un caballito de mar, para que te cantara al irte a dormir.
Si yo pudiera... te traería la luna, para que te contara historias las noches en vela.
Si yo pudiera... te dibujaría una sonrisa eterna, cual payaso en un circo haciendo sonreir a los niños.
Si yo pudiera... te pintaría de vivos colores todos los bellos momentos que recuerdas.
Si yo pudiera... te besaría día y noche, hasta que vieras que puedes contar conmigo.



P.S: Escrito por primera vez a principios de abril de 2004, y publicado en galatea.blogia.com el 11 de abril de 2004. Retomado en marzo de 2007...


Tres años más tarde, Juan Maeztu abrió la caja de madera donde ella guardaba todos los papeles, fotografías y objetos varios. Con un clip, la hoja amarillenta agarraba en un abrazo una fotografía de Galatea, la perrita boxer que le había regalado el primer año que se conocieron. Sonrió al recordar como había entrado en su casa, con su llave, en silencio. La manera en que había entrado en su cuarto, y dejado el regalo sobre la cama.
Y cómo ella, todavía dormida no esperaba el ladrido de una perrita, que entre pétalos de flor y la hoja enrollada, trataba de escalar hacia las almohadas, subiendo a través de las piernas de su, ya, dueña. Juan había esperado sentado a los pies de la cama a que ella despertara. No se sorprendió al oír el pequeño grito que lanzó al ver a Galatea, ni se echó a reir estruendosamente, como acostumbraba. Sólo sonrió.
Como ahora al recordar.

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Las gaviotas

Hace tiempo, mucho tiempo, existía una niña de pelo corto y oscuro, que vivía al borde del mar.

Sus padres tenían una gran casa, justo al lado del faro, del cual eran los dueños.
A la derecha había un acantilado, y bajando por el camino, se llegaba a una playita, de arena dorada y fina. Ahí, la niña hablaba con las focas y las gaviotas, que, curiosas, se acercaban.

A la izquierda, se encontraba un pequeño muelle, donde los barquitos, con sus velas de todos los colores dibujaban el perfil del horizonte. Cuando soplaba el viento, las velas se movían de lado a lado, provocando un pequeño silbido, que, junto a los gritos de las gaviotas, animaban la música de las olas.

Delante de la casa, había un gran jardín, lleno de árboles frutales, jardín donde la niña jugaba con su sombra al escondite.

Rara era la vez que la niña no se quedaba dormida en el jardín, tumbada en una manta, mirando al cielo, viendo volar las gaviotas por encima de ella, escuchando el rumor del mar, y siguiendo con su mirada, el halo de luz.

A esta niña, los momentos del día que más le gustaban eran el amanecer y el atardecer.

El amanecer era especial, ella se levantaba con las primeras luces y bajaba por el camino hasta la playa; allí, esperaba que las focas más grandes se despertaran y comenzaran a sacudir las aletas para despertar a las demás. En cuanto estaban todas despiertas, se iba acercando, una por una a darles los “buenos días”, les acariciaba el morro, y les preguntaba que tal había ido el día anterior.

Unos minutos después, las primeras gaviotas se acercaban a picotear en la arena, y la niña, también les deseaba un feliz día. Esperaba que acabaran de jugar entre ellas, y de darse baños en el mar, y entonces, les hacía infinidad de preguntas, sobre sus viajes.

- “Hasta dónde habéis llegado” – “qué habéis visto?” – “A quién habéis conocido?” –“Hay más animales en ese otro lugar?”

Las gaviotas le contaban a la niña todas las aventuras, todo lo que habían visto, todo lo que habían sentido, con quien habían jugado, los peces que habían pescado.

La niña, les escuchaba fascinada, y esperaba poder algún día, tener alas y convertirse en gaviota para volar libre y conocer otros lugares.

Ella les contaba a las gaviotas, lo que había ocurrido la tarde anterior, les decía cuantas estrellas había contado, y los sueños que había tenido durante la noche.
Las gaviotas soñaban con ser una niña. Y más precisamente, querían ser como esa niña.
Los atardeceres eran mágicos. La niña se quedaba mirando el mar, que adquiría unos colores más vivos y brillantes, que durante la mañana. Se sentaba encima de una enorme roca, con las foquitas a sus pies, con las piernas dobladas y los brazos rodeando sus piernas, y comenzaba a contarles sus sueños.

Era una niña que creía todavía en todo lo que en los cuentos leía.

Soñaba que los príncipes existían, y que las ranas no eran más que ellos disfrazados, dispuestos a dar el salto, para conseguir un beso de ella.

Pensaba que las estrellas jugaban al escondite durante el día, y por eso, ella no las veía. Quería creer que la luna era la madre de todas ellas, y que cuando no se la veía más que un pedacito, estaba enfadada con las estrellas, por hacerla rabiar.
Imaginaba que todo el mundo no estaba habitado más que por ella y los animales que hablaban con ella; con los delfines que, a lo lejos, veía saltar entre las olas, y por las gaviotas, que traían noticias de un mundo maravilloso.

Un mundo que ella quería conocer, y que, sentada en la roca, soñaba con encontrar...

un día de estos.


P.S: Escrito por primera vez a principios de abril de 2004, y publicado en galatea.blogia.com el 15 de abril de 2004.
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