dimanche, septembre 24, 2006

Almas gemelas


Hacía cinco años que él había fallecido.
El único amor de su vida había fallecido una mañana de agosto, dejándola sola. Su vida se fue con él, sus recuerdos quedaron en la casa, y en sus manos, y en su cabeza, pero ella ya no volvió a pensar en su vida.Se aisló, envejeció, sus ojos dejaron de ver. La mujer alegre que todos habían conocido se iba consumiendo poco a poco. La vida, sin él, ya no tenía sentido.
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Cierto día, uno de sus nietos, encontró en una cafetería a la réplica exacta de su abuelo. Si no hubiera sabido que estaba muerto, habría jurado que se trataba de su abuelo. Tenía los mismos ojos azules, las mismas arrugas en la frente, las mismas manos fuertes y encallecidas.
Él era su abuelo, cuando estaba en vida. Y pensó, en esos instantes, en que uno de los regalos que le podía ofrecer a su abuela, era precisamente, el volver a ver a su marido.
Se acercó resuelto a pedirle ese favor.
Y él aceptó.
Se trataba de un hombre argentino, que había volado a España, para ver a sus nietas, y que en dos días, debía regresar de nuevo a su país. Escuchó la historia que Samuel, el nieto, le contaba, y de cómo su abuela había abandonado cualquier intento de salir adelante. Escuchó, y entendió el dolor de la buena mujer, los recuerdos que tenía ella, y no pudo negarse a visitarla.
En realidad, no sabía, si actuaba bien. Él quería creer que sí, que aportaría ilusión de nuevo a la vida de esa mujer, y que, tal vez, hablar con alguien que la entendiera podría ayudarla.
Quedaron para aquella misma tarde.
Cuando el hombre argentino, Matías, se acercaba por la calle al punto de encuentro, Samuel, que estaba ya esperándolo, volvió a pensar que eran la misma persona.
Matías caminaba de la misma manera, con una leve cojera en su pierna izquierda, pero con mucha sutileza, ayudado por un bastón. Giraba la cabeza, al sentir la luz del sol, de la misma manera que su abuelo, guiñaba los ojos, arrugando la nariz, y suspirando. Matías era su abuelo. Tenía que serlo. Al menos aquella tarde.
Cuando llegó al portal, le estrechó la mano a Samuel, y juntos se adentraron en la oscurecida entrada. Montaron en el ascensor, Samuel abrió la puerta de la casa, y dejó pasar a Matías.
Se acercaron al salón, donde la abuela estaba sentada, con la ciega mirada perdida en el horizonte.
Samuel se acercó a ella, y le dijo,
-“Mira a quien te he traído, abuela.”
Matías se adelantó un paso, se agachó, y cogió una mano de la señora, luego la otra, se las acercó a su rostro, y sin decir nada, dejó que ella, descubriera cada arruga, tan parecidas a las de su difunto esposo.
-“Eres tú! Mi amado esposo. Eres tú! Te he echado de menos.”
Samuel y Matías se miraron con tristeza, la señora había reconocido, tras cinco años de ausencia, a una persona idéntica a su marido, y... Tras unos minutos, quizás horas, de ilusión, volvería a quedarse sola.
Samuel comenzaba a pensar que la idea no había sido tan buena, pero su abuela estaba tan ilusionada, parecía volver a la vida de nuevo.
Tras unos minutos, Matías se levantó, y habló.
Le contó que él no era su marido, sino un hombre muy parecido a él. Le relató la idea de Samuel, de ir a verla, y de volverla a hacer feliz, durante unos minutos.
-“Volver a recuperar la vida.”, le dijo Matías.
La anciana se lo agradeció, tanto a uno como a otro. Y una vez se marcharon, comenzó a recordar toda su vida junto a su marido.
Al día siguiente, la abuela de Samuel había fallecido, pero tenía una inmensa sonrisa en su rostro. Por fin, iba a estar junto a su marido.

La luna azul


-“Porqué cantas esa canción de la luna azul? La luna no es azul, sino de color gris.”, le dijo la pequeña Sofía a su hermana.
-“¿Mamá no te ha contado la historia de la luna azul?”, le respondió su hermana.
-“No, pero tú me la puedes contar.”
-“Entonces, ven, siéntate en la cama, y te la cuento, tal y como me la contó nuestra madre, cuando yo tenía tu edad.”
Sofía y su hermana se sentaron en la cama, y Sofía, tras coger el osito de peluche de su hermana, y abrazarlo, se dispuso a escucharla.
Hace mucho, mucho tiempo, la luna era de color azul. Era el tiempo de los juegos en el cielo, de cometas brillantes, y de estrellas fugaces, que iban surcando la atmósfera, mientras la luna escuchaba historias de amor de labios del sol, y las estrellas titilantes, sonreían al ver a la luna, prendada de esas historias.
En la tierra, existían árboles grandes, que casi llegaban al cielo, y volcanes inmensos, cuya cima le hacía cosquillas al firmamento.
Uno de estos volcanes, se enamoró de la luna. La veía durante el día, escondida entre las nubes, y por las noches, allí estaba ella, esperando la nueva historia del Sol.
El volcán trataba de hacerse ver por la luna, pero ésta le ignoraba. La luna estaba locamente enamorada de las historias del sol, y no tenía más ojos que para estar con él.
El volcán furioso por no ser correspondido por la luna entró en erupción. Echó lava y fuego, y cubrió el cielo con ceniza. Quería ahogar la luz del sol, y que éste, ciego, no pudiera ver más a su enamorada. El volcán levantó olas gigantescas, para intentar apagar el sol, pero no lo logró. En cambio si barrieron las islas que había alrededor del volcán, haciéndolas desaparecer bajo el mar.
La ceniza permaneció en el cielo durante días, provocando que la luna desapareciera, asustada, y se quedara pálida del susto.
Cuando todo se calmó, el sol llamó a la luna para que volviera a escuchar sus historias, pero ésta decidió que sólo saldría de noche, para que los humanos no la culparan de la explosión del volcán.
Así, hoy en día, aparece como luna llena sólo una vez al mes. Pero de vez en cuando, para recordarle al volcán que no haga más daño, aparece una segunda vez en el cielo, y de color azul.
Como recuerdo de lo que fue un día.
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