mercredi, novembre 22, 2006

Miradas con una hora menos

Echo de menos el frío. Tal vez no tanto el viento, que tantos quebraderos de cabeza me daba, pero sí la brisa fresca que alborotaba mi pelo por la mañana, o las primeras oleadas del cierzo de la noche, cuando paseabamos los chicos y yo.
Aquí hay calima, el polvo en suspensión del desierto, que llena días y días de media oscuridad, aunque la temperatura sigue siendo calurosa. Practicamente todos los días, parezco ir de verano. No termino de acostumbrarme, pero me gusta igualmente.

Echo de menos a la niña de mis ojos. Su obediencia, su simpatía y cariño. Sin embargo, no la recuerdo en sus últimos meses de vida, sino cuando era una "cahorruina", llena de vitalidad y alegría. Su recibimiento, cuando venía de la facultad. O ya, cuando comencé a trabajar, cuando venía a la puerta, tras un primer ladrido que anunciaba que me había oído llegar. El pequeño no es malo, está en una casa en la que le consienten todo. Tiene una compañera de piso, de juegos y paseo. Cuando están juntos, el tiempo pasa rápido. Es divertido ver como se deja morder las orejas, mientras tumbado, boca arriba, intenta darle con las patas.
Echo de menos a la familia. Aunque aquí tengo parte de ella, y la que puede ser mi futura familia. Los amigos nuevos, los compañeros de trabajo... Gente amable, interesante y con la que me siento a gusto. Pero... Los treinta segundos de la llamada de la tarde, escuchando la voz de mi padre, preguntando como estoy, si todo va bien, esa llamada es la que más añoro.
Cuando llamo, hago tres llamadas. La primera para él, mi mayor guía. La segunda para ella, mi tutora. La tercera para ellas, el cariño y la comprensión personificadas. Me basta hablar con estas personas, para entender que a pesar de los kilómetros, siguen estando tan cerca como siempre, si no más.
A pesar de todas estas añoranzas, y palabras que puedan sonar a lamento, Don Nicolás y Doña Pura, estoy muy bien. Los días pasan uno tras otro en muy buena compañía. Mi entorno más próximo me arropa y me mima.
Soy fuerte, y elegí por mí misma mi destino. Este que estoy viviendo. Aprovecho al máximo, la hora de más que le gano al día. Aunque no niego, que algunas veces, nubarrones asoman por mi mente, y me hacen pensar en gente que saqué de mi vida, en un pasado que, sólo de muy de vez en cuando, extraño. ¿Que será de esas personas? ¿Se acordarán de mí? ¿Dejé huella en sus vidas? En la mía, sí. Y como diría un amigo mío, por suerte o por desgracia lo hicieron.
El otro día, tal vez una casualidad, leyendo un libro, encontré la explicación de la expresión "los renglones torcidos de dios" (precisamente en el libro del mismo nombre, de Luca de Tena). Me acuerdo, Doña Pura que fue esa locución la que me dijiste cuando cambié mi rumbo, para designar precisamente que nada está escrito, y tal y como decía San Agustín:
Es mejor cojear por el camino que avanzar a grandes pasos fuera de él. Pues quien cojea en el camino, aunque avance poco, se acerca a la meta, mientras que quien va fuera de él, cuanto más corre, más se aleja.
Os dejo con esta reflexión, prometiendo ir a veros en cuanto tenga unos días libres. La ciudad debe estar ya preciosa con la iluminación de la navidad. Caricias a Fango y Nubarrón.

mercredi, novembre 15, 2006

Noticias con una hora menos.


Ciudad de la Luz, noviembre de un año cualquiera

Sé que hace tiempo que no paso por la Tienda de Hilos a hacerles una visita a ambos, Don Nicolás. Sé que también hace tiempo que no les escribo una carta, contándole mis viajes; ni que me he atrevido a llamar desde hace... ¿Cuánto? Mucho ya...
Ya saben que cambié de vida, de lugar, de trabajo, de clima, de amigos y de horas. Incluso de horas se puede cambiar, sin ser la hora que cambiamos en otoño y en primavera. He recuperado una hora a mi día a día. Una hora que empleo en mí, sólo en mí, sin ser por ello una persona egoísta.

Algunos días, un gallo me despierta. Apenas el sol ha salido, el animal parece dar una vuelta por el lugar en el que está, vigilar que los dos perros que comparten patio, se pongan ya en acción, y controlar que todo esté correcto, tal y como lo dejó el día anterior. Serán las 5 o las 6 de la mañana. Siempre duermo con la ventana abierta, y cuando no es el gallo, son las hojas de los árboles que chocan entre ellas, o las ramas que golpean suavemente la madera de las celosías de las ventanas. Otros días, es la lluvia, fina y refrescante, tan distinta a la que yo conocía, que hace entrar por los listoncillos el olor a hierba mojada y tierra húmeda.
La puesta en marcha es más fácil que en cualquier otro sitio. La moqueta recibe mis pies, mientras me desperezo, la radio se enciende con la dulce voz de los lugareños. Dos horas después de la cantata del gallo, el sol inunda casi por completo todo el paseo, los árboles y matorrales juegan con las gotas de rocío que se deslizan, juguetonas hacia el suelo. El día ha comenzado, y la vida vuelve a empezar.

vendredi, novembre 03, 2006

¿Volvemos a empezar?


El gran reloj de péndulo del pasillo blanco acababa de romper el silencio, al marcar las tres de la mañana. Sillas a ambos lados del pasillo, pegadas a la pared, colocadas unas al lado de las otras, con algunos macetones de plantas de plástico, rompiendo la pálida armonía del pasillo. Fluorescentes encendidos durante todo el día, tratando de iluminar la poca vida que resta en esos lugares.

En la entrada, un mostrador, una pantalla, una enfermera, y un café humeante sobre el escritorio. Tiene una carpeta a su derecha, papeles en el interior con una nueva historia, otra vida.

Valero había llegado aquella misma tarde a la residencia. Sus dos hijos lo habían acompañado, con gran pesar. Su padre estaba enfermo de Alzheimer, y ellos no podían ocuparse de él.

“Vendremos a verte todos los días.”

Con esas palabras se despidieron, dejando a Valero en manos de la enfermera. Ana, lo condujo a su nueva habitación. Era de las más grandes de toda la residencia. Iba a estar sólo en el cuarto, hasta que alguien volviera a ocupar la segunda cama. Una gran ventana dejaba pasar la luz del día, un árbol centenario adornaba parte del cuadro. Eran apenas lo único que daba color a aquella triste habitación.

Lo acomodó en el sillón, frente a la ventana, le dejó un vaso de agua sobre la mesita de la esquina, y salió.

Valero no decía nada... Sólo miraba. Y recordaba.

Recordaba aquellos ojos que le enamoraron por siempre, aquella cabellera jugando al viento, sus risas al dar vueltas sobre el tiovivo, el abrazo al descubrirla detrás de aquel roble, el perfume de rosas que solía utilizar.

Recordaba la primera mudanza, sus conversaciones con ella, el nacimiento de su primer hijo, la sonrisa tímida de ella al besarla.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, le faltaban recuerdos. No la encontraba, sabía que seguía allí, junto a él, pero no conseguía verla. Sólo le quedaba el eco de su voz, el anillo en su dedo, y sus recuerdos.

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