vendredi, mai 18, 2007

La historia de Blanca


Quedaron en silencio. Hacía ya unos meses que Manuel había perdido la esperanza de comunicarse con ella como antaño, de derribar la insalvable barrera que aislaba a su mujer del resto del mundo. Pasaba sus tardes sentado junto a ella, algunas veces, sosteniendo su mano entre las suyas, y otras, acariciándole el rostro. En silencio.

A él no le gustaba estar en casa. Blanca se quedaba inmóvil en su cama, mirando las grietas del techo, mientras un incómodo silencio se instalaba entre ellos dos, silencio que ahogaba a Manuel, y que trataba de acallar, poniéndose los cascos de la mini-cadena, y escuchando los diversos cánones de Albinoni.

Extendía unas hojas de papel sobre la mesa, y con su pluma estilográfica, escribía como si hablara con Blanca, dejando que el raspar de su pluma con el papel fuera el único contacto con la realidad.

“Te acuerdas, querida, de aquella noche, en la que fuimos juntos a un concierto? Ibas muy guapa, con una blusa blanca de amplio escote, y unos pantalones de color gris, y un colgante, en forma de delfín, que siempre te ha acompañado. Recuerdo que aquella noche, al llevarte a casa, encontramos unos chicos que vendían láminas y dibujos por la calle. Quise que te hicieras un retrato que adornara mis noches en soledad, pero, tus mejillas se colorearon, mientras me decías que no. Tus ojos brillaban, y tu risa parecía sacada de un cuento de hadas, de lo dulce y armoniosa que sonaba. Los chicos te dijeron que podían hacerte un bonito dibujo, que quedarías bien bonita, pero entonces, te fijaste en los delfines de colores azules que había en una las láminas, y dijiste, “quiero esa”. Y te la regalé. Sé que nunca la enmarcaste, pero te (nos) ha acompañado a lo largo de todas nuestras mudanzas.”

- “¿Qué hora es?”
- “Las cinco de la tarde, vida.”-respondió mirándola con cariño.

“Nuestra primera casa, Mari Blanche, tan chiquitita, pero tan cercana al parque, y con esos amplios ventanales, que dejaban pasar tanta luz. Solías decir que no te importaba que fuera una casa pequeña, que ante todo era un hogar, y que donde cabía un perro, cabían tres. Recuerdo que te encantaba cambiar los muebles de sitio. Muchas veces me sorprendía el arte que tenías de encontrar el hueco apropiado para que todos nuestros muebles cupiesen, y que quedara tan perfecto. Sabía, al llegar a casa del trabajo, que estabas nerviosa, y que habías pasado toda la mañana limpiando. La perrita se acercaba muy despacio a la puerta de la entrada, para avisarme, parecía que fuera de puntillas. Yo me iba a la habitación, sin hacer ruido, y tras ponerme cómodo, te llevaba un pedacito de chocolate y un té aromático. Te solía encontrar tumbada en el sofá, dormida, con otro de los perros a tus pies. Te despertabas con el pelo alborotado, y los pies fríos. Muchas veces el sol te daba en la cara, provocando que guiñaras los ojos, y marcándote esas arruguitas que tanto me han fascinado siempre.”

- “¿Qué hora es?”
- “Las cinco y cuarto, cariño.”

”Esas tardes, solía acompañarte al parque a dar un paseo. Te escondías en la habitación, para meter una pelota en tu bolso. No querías que nuestros “cahorruines” se enteraran de que les bajabas un juguete. Al llegar al parque, los dejabas correr, mientras nos cogíamos de la mano, y soñábamos.Yo quería convertirme en anticuario, quería vender todos esos objetos que se guardaban en casa de mi abuela, y que según tú, no eran más que trastos grandes e inútiles. Pero aún así, me apoyaste, estuviste ideando conmigo los planes de venta, y ayudando a tomar las fotografías correspondientes. Eras una experta en ordenar y recoger. Siempre callada, para no interrumpir mi concentración, pero hablando claro, cuando pensabas que me equivocaba. Debía ser tu sexto sentido. ¿Qué habría hecho yo, en las nubes, sin tus pies pisando firme el suelo?”

- “¿Qué hora es?”
- “Las cinco y veinticinco, Mari Blanche.”

”Luego vinieron los años duros. Eran épocas de cambios, de enfados, de malas palabras. Con la perspectiva de los años me doy cuenta de todas las cosas a las que renunciaste por mí, de nuestro desigual reparto de amor y libertad. Ahora leyendo las cosas que escribiste veo que la artista eras tú y que yo sólo fui un pobre tonto que en el reflejo de tus ojos aparecía como un ser estupendo, un gran anticuario que tenía don de gentes. Siempre me habías dicho que te habías enamorado de mis defectos, antes que de mis virtudes. Comprendo, aunque tarde, el sufrimiento de abandonarme tras una última advertencia, a la que no hice caso alguno. Cuando desperté tras tu partida la casa estaba llena de huecos, de moldes vacíos de tu presencia. Quise seguir solo, pero me hundí en un pozo del que no quería salir.”

- “¿Qué hora es?”
- “Las seis menos veinte, vida.”

“Te puse en contra de toda mi familia, de todos nuestros amigos. Hasta él, enamorado de ti, como todos, me lo dijo una vez. Como era posible que te hubiera dejado escapar de esa manera? No le cabía en la cabeza que no hiciera nada por recuperarte, pero entiéndelo, mi vida, estaba enfadado, no te comprendía. Pero, de nuevo, fuiste tú, la que me tendió la mano, y me ayudó a salir de ese agujero. Me pedías comprensión, y horas de conversación. Llegué a entender lo mal que estabas a mi lado, cuando no te escuchaba, cuando te hacía callar, por pensar que nada de lo que dijeras era importante. Pero tal vez, demasiado tarde. Yo te decía que te amaba, pero no era amor, cielo, era una necesidad. Te he necesitado siempre, como un río que necesita de un cauce, pero que no se detiene a escuchar el trinar de los pájaros de sus orillas.”

- “¿Qué hora es?”
- “Las seis menos diez.”

“Recuerdo perfectamente tu desconcierto cuando empezaste a olvidar pequeñas cosas. Al principio, olvidabas el piso donde habíamos aparcado el coche, y llamabas al guardia de los almacenes, para presentar una denuncia por robo. Luego, el día en que me confundiste con tu padre y lloraste su muerte por segunda vez con el mismo dolor. Y la trágica noche en que tras miles de pruebas médicas, que te hiciste sin decírselo a nadie, nos reuniste a amigos y familiares y nos comunicaste que tenías Alzheimer. Aquello me hundió y me sumió en un silencio tal, que, de nuevo, y como siempre había sido, me consolabas tú a mí, en vez de ser al revés.”

- “¿Qué hora es?”
- “Las seis menos cinco, cariño.”

“Lo dejé todo para dedicarme a ti, y a tus sueños. He querido llenarte de amor, y me he esforzado para que la entrega sea total. Pero es doloroso mirarte a la cara, y no recibir la caricia de tus ojos, hablarte y que no sepas quien soy, tocarte y no sentirte. Quiero llegar a ti, pero no me dejas. Ahora es demasiado tarde para decirte que te quiero, te escapas a todo control, te vas apagando. Tu mayor temor, el que siempre acompañaban tus pesadillas, se hace ahora real.”

Manuel se levantó de la silla, y miró al reloj. Eran las seis y cinco de la tarde.

P.S: Escrito y publicado por primera vez en galatea.blogia.com el 26 de enero de 2005.

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lundi, mai 14, 2007

El viaje de la tristeza


Cuando la tristeza decidió abandonar la ciudad...

Recogió una maleta, que andaba perdida en su habitación, colocó un par de recuerdos en su interior, y sin coger revista o libro alguno para entretenerse, se despidió desde la ventana, en completo silencio. Cogió su impermeable marrón del perchero, una gorra a juego, y tras echar un último vistazo a lo que dejaba atrás, cerró la puerta.

Se marchó de incógnito, sin despedirse de las personas con las que había convivido en los últimos años, arrimada a las aceras, con la cabeza gacha, y paso rápido. No llevaba regalos a quién entregar en su próximo destino, ni fotos de aquellos que dejaba atrás. Su maleta con sus recuerdos eran lo único que la ataban a aquella ciudad.

Dependiendo del estado de ánimo que encuentre tras salir de la estación, volverá a presentarse en cualquier otra ciudad, en cualquier otra casa, ante cualquier persona que necesite de ella. Llamará a algún timbre, alguien le abrirá, y tras verle la cara, lloraran ambos un adiós improvisado. Poco le importará a la tristeza, que el día esté soleado, o lleno de niebla, su llegada siempre es imprevista. Y fingir que no existe es la peor solución. Pero la tristeza viene igual que se va, sin avisar. Sencillamente...

Se marcha.

P.S: Escrito y publicado por primera vez en galatea.blogia.com el 12 de septiembre de 2005.

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