lundi, février 27, 2006

La flor de Johann Longevie


Johann Longevie vive en la calle Le Primavera. Se trata de una calle pequeña, con apenas cuatro portales. Corta en un extremo con la calle Sueño, y en el otro, con la calle Balancín. En el portal en el que vive Johann, sólo hay dos vecinos, aparte de él.
Una señora de ochenta años, doña Soledad, que vive en el piso bajo, y que se encarga siempre de limpiar la entrada, y de recoger las cartas que deja el cartero.
-“Así hablo con alguien.”-suele decir.
Y una pareja de recién casados, que había heredado la casa del segundo piso de los abuelos de él. Apenas paran en casa, ya que trabajan durante prácticamente todo el día.

Arriba del todo, Johann comparte su piso con un perro de tamaño mediano, de color canela, apodado Caballero y con numerosas macetas llenas de flores. Éstas están protegidas en la pequeña azotea por un plástico que evita que el viento arranque las plantas de la tierra. Cuando Johann llega a casa por las tardes, saluda a Caballero, le da de comer, y antes de darle un paseo, sale a la azotea. Allí quita el plástico, riega sus plantas, les habla, las mima, y escoge una planta o una flor, y se la lleva consigo.

Cuando se trata de una planta, suele dejarla delante de la puerta de doña Soledad, junto con una nota, en la que le escribe cuatro palabras de agradecimiento. O bien, se cuela en algún otro portal, y la deja junto con una carta especificando los cuidados que debe recibir la planta.

Cuando corta una flor, una rosa, un lirio, un iris o una zinnia, las adorna con un papel traslúcido, que deja apreciar la belleza de la flor y las deja en un rellano, sin nota; o bien, se la lleva al parque, y la deja abandonada en un banco, a la espera de que alguien la haga suya.

Caballero juega con los niños mientras Johann contempla de pie, quién puede llevarse la flor. Un día, puede ser una mujer joven, que con un libro se sienta en ese banco, y que es atraída por el olor poderoso de la flor. Otro día, puede ser un niño, que la recoge y se la lleva a su madre. Incluso algún hombre la ha cogido, y mirando a su alrededor se la ha llevado, seguramente a su amante.

Johann suele acertar siempre con la persona que se lleva la flor. Las zinnias hacen recordar a los amigos ausentes, y normalmente es una persona que escribe una carta o un soñador, el que se encuentra con esa flor. Cuando es un iris blanco, una mujer suele llegar a casa con felices noticias. Y cuando deja un crisantemo rojo en el banco, sabe que habrá dos personas que se acercaran y se susurraran al oído un “te quiero” melodioso. Le divierte ver a los niños, cuando cogen una margarita, y aunque se le parte el corazón cuando le preguntan a la flor, le agrada ver sus sonrisas de complicidad.

Longevie puede parecer un hombre solitario, un ermitaño de la sociedad, pero es la persona más amable y simpática que cualquiera pueda encontrarse. Quizás alguna vez te lo has encontrado en la calle, y te ha sonreído, cuando ibas pensando en tus cosas. O te ha abierto la puerta de la cafetería, cuando tú entrabas.

Johann Longevie tiene su propia historia. Él mismo la va escribiendo en un diario que renueva todos los años, por estas fechas. La escribe con letra menuda, y al final de sus palabras, dibuja con un lápiz la flor -o planta- que ha protagonizado su día. El primer diario lo comenzó cuando alcanzó la mayoría de edad, y era ayudante en una floristería.

Por aquel entonces, su familia no podía pagarle una carrera a Johann, que fue viendo como sus sueños de convertirse en alguien importante en la medicina, se difuminaban. Pero no desistió, y en cuanto acabó el colegio buscó trabajo, con el cual ayudar a su familia y ahorrar para sus estudios. Encontró la floristería, y se presentó ante el dueño, con tantas ganas de aprender, que no tuvo más opción que contratarlo. Pero nunca se arrepintió.

La primera lección que Johann sacó de aquel hombre fue la que relata la primera hoja de su diario.

Cuando los hombres comenzaban a poblar la Tierra, los ángeles en el cielo se divertían contemplándolos. Allí no existe el tiempo como nosotros lo conocemos, un segundo es para ellos una eternidad. Los hombres eran primarios, apenas tenían los conocimientos que tenemos hoy en día. Sólo se preocupaban de encontrar comida y mantener el hogar caliente. La Tierra acababa de ser creada por Él, y todavía faltaban objetos que hoy vemos como normales, como por ejemplo las flores.

Un día, los ángeles vieron como un hombre se le declaraba a una mujer, y sellaban su amor con un apretón de manos. Les pareció tan curioso, que decidieron hablar con Él, y comentarle la historia.

Allí en el Cielo, había multitud de flores, de todos los colores y de todos los tamaños, de olores frescos y empalagosos. Estaban por todas partes, colgadas de las nubes, sobre las puertas de San Pedro, en las escaleras... Entre todos decidieron dejar caer algunas de ellas sobre los campos, en la hierba fresca, sobre los árboles. Fue una lluvia de color como nunca más volvió a verse. Y que pobló todo el planeta de un tornasol intenso, que duró varios días.

La primera flor que se cortó fue una rosa roja, la que le entregó el primer hombre a su mujer, y que desde entonces es el símbolo de un amor intenso y puro.

Johann nunca olvida esa historia cuando cuida sus plantas, y la re-escribe en las cartas que deja únicamente con las rosas, en aquel banco del parque. Mientras espera que quien la reciba, la guarde junto con el sentimiento de la persona por siempre.

Libellés : , , ,

vendredi, février 24, 2006

La respuesta de Don Nicolás


Ayer retomé las clases de danza clásica en la academia del Casco Antiguo de la ciudad. Los nervios por pensar que hacía un año que no pisaba la Escuela y que habría perdido toda flexibilidad, se evaporaron al entrar allí. El ambiente de optimismo y buena compañía ocupaba todo el espacio, desde el pasillo de entrada, hasta el vestuario. Tras las dos horas de clase y variaciones, cambié el maillot por el jersey y salí a la calle.

Cerca de allí queda la Tienda de Hilos de Don Nicolás. Al mismo tiempo que había dejado de bailar, había roto mis costumbres de acercarme por el Casco, y por ende, hacía el mismo tiempo que no visitaba a mi querido Don Nicolás. Las cosas habían cambiado mucho en ese tiempo, destinos cruzados, como ovillos de lana de varios colores entremezclados en la misma gaveta, cambios de rumbo como el tapiz de la marioneta que no se deja domar...

Nada más entrar, Shostakovich sonó. Lo reconocí enseguida. Los grandes saltos y chainés del final de la clase de danza habían seguido los compases a ocho de ese vals, diagonal tras diagonal, y yo había conseguido dar lo mejor que podía de mí misma en esos momentos. Es cierto que acabé ruborizada del esfuerzo, pero la sonrisa que me dejó la clase es única.

Observé los estantes de hilos de todos los colores, los ovillos estaban perfectamente bien colocados a lo largo del mostrador. Apenas nada había cambiado. Todo tenía su orden en aquella tienda. La mesita donde Don Nicolás me invitaba a sentarme cuando iba a verle seguía allí, y sentado, sonriéndome estaba él.

Estaba un poco más viejito, creo que tenía más canas que la última vez que lo vi, pero seguía irradiando ese aura de tranquilidad y confianza que me atraía siempre a contarle como me encontraba.

-“Se te nota feliz.”
-“Sí, la música, la tienda, el baile... Me traen muy buenos recuerdos.
-“Ya sabes que yo siempre estoy aquí. Hace... Un año que no vienes por aquí.”

No lo dijo con tono de reproche, parecía preocupado, como cuando un padre quiere lo mejor para su hijo, y pasa tiempo sin saber de él. Le agradecí el gesto.

Don Nicolás se levantó, y cogió un ovillo de lana. Era de un color amarillo sucio, como la mostaza francesa. Sólo un ovillo. Sólo un color.

-“Toma, -me dijo mientras me tendía el ovillo-, mira a ver si consigues encontrarme el inicio del hilo, mientras voy a poner la cafetera. ¿O prefieres un té?
-“Mejor un té, Don Nicolás, que vengo de hacer deporte.”
-“Muy bien.

Le estuve dando vueltas y más vueltas al ovillo. No conseguía encontrar ese hilo que conseguiría desenredar la madeja de lana. Hurgué por los pequeños huecos por los que me dejaba entrar la aterciopelada cuerda, estiré algunas hebras con el fin de conseguir el propósito de Don Nicolás, pero no encontré la manera.

Él volvió, dejó la tetera sobre la mesa, un par de tazas con sus platitos, y se sentó. Le expliqué que no podía, pero me contestó que siguiera intentándolo, que todo ovillo tiene su hilo inicial.

Le miré detenidamente, mientras él vertía el agua en las tazas. Aunque él tuviera la mirada concentrada en no derramar el líquido, sé que me había dado ese ovillo con una intención, y que tendría que conseguir encontrar ese hilo para poder continuar la conversación.

Dejé de tocar el ovillo, estaba obcecada tratando de hallar lo que me había pedido Don Nicolás, pero debía conseguir abstraerme, como tantas veces me había recomendado él, y encontrar el hilo de otra manera. Estudié el ovillo, lo giré, le hablé. Y tras unos segundos de seguir un hilo que me parecía adecuado, estiré, y lo encontré.

Don Nicolás, que había estado observándome durante todo el rato, sonrió y me dijo que no había tardado tanto tiempo en encontralo.

-“Pensaba que estarías más desentrenada, preciosa.
-“Yo también, pero me acordé de sus consejos.” Le contesté mientras tomaba un sorbo de té."

-“Lo único que me parece raro, Don Nicolás, es que las veces que he venido, siempre me ha dejado dos o más ovillos de lana sobre el mostrador. Ésta vez, sólo uno.
-“Chica observadora... Sí, uno sólo. Creo que con uno hay suficiente para explicar tus dudas.
-“¿Mis dudas?

-“Cuando has entrado, estabas sonrojada de la felicidad, lucías una gran sonrisa que te hacía elevarte aún más que de costumbre, pero también mantenías una mirada triste, como si no todo estuviera perfecto, como si hubiera algo que no estuviera todavía en su sitio... ¿Me equivoco, querida niña?
-“Nunca se equivoca, pero me costaría encontrar ese detalle que usted ve tan claramente.

-“Al salir de clase, pensaste en que te gustaría tener a alguien al lado para contarle lo bien que te sentiste. Y seguro que llamaste a tus amigos y les contaste como había ido. Les alegraste con tu propia alegría, pero a ti te faltó una pequeña cosa. Hacia fuera estabas feliz, y pensando que todo estaba en su sitio, que el orden de tu vida retomaba el buen camino, como cuando coloco en las estanterías los ovillos de sus colores correspondientes, y sé que ese es el orden natural de los ovillos en la tienda. Pensaste en todo lo que te había acontecido estos últimos tiempos, y que ahora, volverías a tu pequeña rutina feliz, y que dentro de un tiempo, al fluir de las cosas, todo iría saliendo a tu paso, para tu bien, o no, pero con tranquilidad. Y eso, querida niña, viniendo de ti, me sorprende.

Le miré con asombro, parecía leer dentro de mí, como si yo fuera los posos del té, y él, una pitonisa que se dedicara a asustar a la clientela.

-“Las cosas fluyen, sí, eso ya lo sabes, pero también hay que hacer cosas y elegir destinos y rumbos, para que todo siga fluyendo. Si no hubieras decidido ir a Danza, seguramente no hubieras venido a la Tienda de Hilos. Si no hubieras venido a verme, tampoco habrías pensado en lo que te entristece. Y así, seguiríamos concatenando ideas y pensamientos, hasta que al final, te decidieras por hacer algo, como ir a clase de Danza. Y vuelta al principio...
-“Si, pero...
-“No, no, nada de peros. Te he dejado un solo ovillo porque es el que traza tu propio destino. Primero debes encontrarte a ti misma, encontrar el hilo inicial, y a partir de él, seguirlo, girar alrededor del ovillo, cruzar por dentro del mismo, o juntarte con otro ovillo y formar un jersey. Eso ya no depende de mí, ni siquiera de ti.
-“¿Y el color amarillo sucio, Don Nicolás?
-“Este color me recuerda a la mostaza, que es picante y dulce a la vez. No sabrías definir cuando estás tomando mostaza, si te vas a quedar con un gusto dulce, o no... Como la vida misma.

Don Nicolás calló. Me miró detenidamente. Sabía que estaba meditando sus palabras, y que me costaría asimilar algunas de ellas. Metió la mano en el bolsillo, y sacó una chocolatina.

-“¿No habrás pensado que me olvidé de tu chocolate, verdad? Además, necesitas un poco de azúcar. Sólo te pido una cosa, Shostakovich suena muy bien, no me dejes demasiado tiempo sin poderlo escuchar, y sobre todo, sin verte.
-“Buen camino de regreso, querida niña.
-“Hasta luego, Don Nicolás.”

jeudi, février 23, 2006

Las mareas de un mar enamorado


Había tenido un día duro. Desde las siete de la mañana, que había salido de su casa, no había podido descansar ni un solo instante. A las diez de la noche, y con una bandeja plateada con comida sobre la mesa de la biblioteca, que le había traído ella con todo el mimo posible, se sentó, y esperó a que ella tomara asiento delante de ella.

¿Me cuentas una historia sobre el mar?
-“¿Sobre el porqué de su color? ¿Sobre como se refleja la luna llena en las aguas profundas del océano? ¿Sobre porque tantos y tantos escritores le han dedicado páginas enteras de sus libros? ¿Sobre que tiene de especial el mar? ¿Sobre la atracción de las gaviotas y delfines? ¿O quieres la historia de la Atlántida?
-“Lo que quieras, necesito escuchar el susurro de sus aguas, y oler su salinidad y humedad, que aportan las mareas.

-“Te voy a contar el porqué de las mareas, y su correspondiente historia, siéntate bien en la silla Juan, y presta atención.

Seguramente, muchas de las veces que bajas a la playa, la ves cambiada, sea de noche o de día. Hay momentos en los que el agua llega hasta casi las palmeras, y otras, que parece que las piedras de protección, allá a lo lejos estén aquí cerca.
Se trata de un efecto producido por la atracción gravitatoria de la Luna y del Sol sobre el agua y la Tierra. Este ciclo se repite cada 12 y 24 horas. Y hasta aquí la teoría, no voy a explicarte la ley de la Gravedad, descrita por Newton, ni voy a marearte con las rotaciones de la luna. Pero lo que sí voy a hacer es explicarte la parte romántica de esta historia.

Hace tiempo, mucho tiempo, el mar estaba enamorado de una isla.
Sus olas la bañaban desde el amanecer. Le traían hermosos delfines, que jugaban delante de la orilla, en alegre sintonía, y miles de gaviotas, que surcaban el aire llenándolo de sonidos agudos y cantarines.
Le acercaba la brisa marina, dulce y salada al mismo tiempo, y enviaba a los cangrejos a que le hicieran cosquillas en la suave arena de las playas.

Pasaba todo el día con ella, y cada vez, el mar se quedaba más y más prendado de la belleza y ternura de la isleta.

La isla, a cambio, le contaba las historias que se sucedían en su interior, de las aventuras de los ríos que cruzaban de parte a parte su territorio, y que, encantados con lo que contaba la isla acerca del mar, se acercaban a él, para conocer directamente el agua salada.

El mar bañaba día a día las costas de la isla, se iba acercando más y más a su interior, a su corazón, a sus sentimientos.
Y, así, poco a poco el mar se iba tragando parte de la isla, sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

Cada día, un centímetro más, y otro, el mar se acercaba a la isla, comiéndose la arena, las palmeras, las rocas. No se daba cuenta, sólo sabía que estaba más cerca de conocer el secreto de la isla, de su querida isla. Ya no era amor lo que sentía por la isla, sino atracción hacia lo desconocido, y obsesión por descubrir esas historias personalmente.

Un día, cuando la isla se dio cuenta de lo que pasaba, ya era demasiado tarde, el amor que el mar tenía por aquella isla, así como por conocer su verdadero interior, había sido el causante de que, dentro de un momento, la isla terminara siendo engullida por el mar.

Y sí, el mar terminó por hundir la isla, todo lo que habitaba en la superficie se fue, la arena, arrastrada durante años por el mar, había terminado en el fondo del mar, y la isla, por completo inundada, lloró su tristeza, confundiéndose con el lecho marino.

A partir de entonces, la luna, testigo de lo que había ocurrido entre el mar y la isla, decidió que nunca más otra isla terminaría bajo las saladas aguas del mar.
Y de esta suerte, la leyenda cuenta que la luna ejerce su poder con el mar, para darle la oportunidad de conocer las islas, y la tierra de interior, pero sólo durante unas pocas horas al día, y otras pocas durante la noche.

-"Y tú, preciosa, eres mi luna, la isla a la que arribo cuando necesito descansar, mi tesoro encantado."

mercredi, février 22, 2006

Ángel encogido de alas


Sabía que no encontraría nada. Los llevaba siempre vacíos. Pero aún así, metió las manos en sus bolsillos.
Y sacó un fino polvo. Una pizca de sueños... Una pizca de vida...

Era lo último que le quedaba. Qué hacer con esas diminutas partículas de sueños y esperanzas? Eran las últimas, las únicas. No quería desaprovecharlas. Podía esparcirlas sobre alguien más. Una persona afortunada. O sobre ella misma. Ella también tenía sueños. Y compartirlas?

Volvió a esconder el polvo en sus bolsillos. Lo guardó. Y abrió sus alas.

Tenía unas hermosas alas blancas y esponjosas, que había tenido que llevar encogidas en los últimos tiempos.

Voló y voló. Cruzó mares, alcanzó las nubes, y las dejó atrás, sobrepasó el cielo, y finalmente, se recostó en la estrella más brillante de todo el firmamento. Recogió sus alas, y abrigándose con ellas, comenzó a arrullarse. Cerró los ojos, y una tibia caricia, en forma de lágrima comenzó a recorrer su mejilla.
Una voz, dentro de ella, murmuró: “No debes llorar”.

Con rabia, abrió los ojos, y secó su lágrima. Una delicada lágrima plateada de soledad, de amor y de tormento, que se escapó de sus adentros.

Estaba cansada de tener la palabra adecuada para todos aquellos que le pedían ayuda; cansada de repartir esperanza, que muchas veces, flaqueaba en ella misma; cansada de escuchar historias, y no ser escuchada. Sus alas habían terminado encogiéndose debido a las cargas que soportaba. Y no estaba molesta por ayudar a los demás, al contrario, le encantaba, pero también necesitaba un poco de comprensión, otro poco de ternura, y unas palabras amables de agradecimiento.

Ayudar sí, a todo el que lo necesitara. Pero... ¿Y ella? ¿Nadie se daba cuenta que sus alas se encogían y que sus ojos reflejaban la tristeza, a pesar de la eterna sonrisa en su rostro? ¿Quién podría ayudarla a levantar?

Desde aquella estrella, podía contemplar todo el cariño que había repartido, toda la esperanza que había enviado, toda la comprensión que había entregado. El mundo seguía dando vueltas, no giraba a su alrededor, (casi) nadie la echaría en falta. Los pensamientos la agotaban, los sentimientos le impedían hablar. Estaba rendida, no quería volver. Tenía miedo.

Sólo había una posibilidad. Él podía hacerla regresar, y continuar con su labor. Y estaba allí, en un inmenso bosque de color, buscando la estrella más luminosa del cielo, y pidiendo que le ayudaran a continuar. Había amado tanto, que las pérdidas le hacían llorar. Su mirada envuelta en lágrimas, expresaba el sufrimiento. Y allí, empequeñecido por los árboles, levantaba su rostro, y buscaba en las estrellas, el susurro que tenía que traerle el viento.

Ella lo miraba, y dispuesta a realizar un último esfuerzo con sus alas encogidas, retomó el vuelo. Respetaría las distancias, a pesar de querer abrazarlo; musitaría bellas palabras, que él tendría que esforzarse en comprender; recogería parte de su dolor, con el único fin, de que él volviera a sonreír. Derramó una última lágrima, que ella secó con ternura. Brotó una sonrisa, extendió sus brazos, y la abrazó. La llenó nuevamente de vida, y de alegría.

Metió sus manos en los bolsillos, y sacando los últimos polvos de sueños e ilusiones, sopló sobre ellos, rociando el rostro de él. Acababa de compartir los restos de su alma con él.
La necesitaba, y ella a él también.

mardi, février 21, 2006

La batalla de Melito


Aprendí a jugar al ajedrez gracias a mi abuelo. Éste me esperaba siempre, a la salida de las clases, en casa, frente a la ventana. Recuerdo que siempre que llegaba, y lo veía en el reflejo, tenía la cabeza baja, mirando a un tablero cuadriculado de 64 casillas. Nunca me daba un beso, ni me abrazaba. Se limitaba a preguntar, sin mirar, que tal me había ido el colegio, me decía que tenía la merienda en la cocina, y que cuando acabara los deberes, podía sentarme frente a él.

Ese era el mejor momento de todo el día. Me subía al enorme sillón de cuero marrón, tras poner un par de cojines para estar más alto, y en cuanto apoyaba las manos a ambos lados de la mesita, mi abuelo Melito levantaba la vista del tablero, y me sonreía.

-“¿Ya estás aquí?

Era como una especie de código que teníamos entre nosotros. A partir de ese momento, mi abuelo comenzaba a contarme las batallas entre reyes y caballeros que poblaban su partida de ajedrez. Imagínense a un niño de unos nueve o diez años, no recuerdo muy bien, contemplando un tablero de ajedrez, con un montón de personajes tirados a ambos lados del mismo, y sólo unas seis o siete figuras dominando todo el panel. Melito se inventaba enseguida cualquier situación estratégica, comentaba el porqué la reina podía estar en peligro, y cómo su peón favorito había caído a los pocos minutos de empezar la batalla. Las mejillas de mi abuelo cobraban vida, se enrojecían y brillaban; su voz, otrora débil y cansada, retomaba el vigor de su juventud; sus manos pequeñas y arrugadas, parecían tener más fuerza que nunca, cada vez que derribaban una pieza enemiga... ¡Y su imaginación! Melito consiguió enseñarme las reglas del ajedrez gracias a las historias que contaba, los movimientos en ele que efectuaba el caballo se debían a la montura, que la noche anterior, seguramente estuvo bebiendo hasta altas horas de la noche, y las torres eran tan altas, para que no llegaran los pobres peones con sus flechas. Mi abuelo conseguía llevarme a los países árabes con sus palabras, me enseñaba a manejar la espada del rey, fuerte y pesada, y a no caerme del caballo, a jurarle honestidad a los peones, y nunca mirar por encima del hombro a aquellas pequeñas piezas, blancas o negras, que con sus primeros pasos, las avanzadillas en las batallas, lograban dejar la balanza de su lado, y conseguir hacer un jaque mate.

Algunas noches, me iba a la cama y soñaba acerca de la partida de ajedrez que habíamos tenido por la tarde, mi abuelo Melito y yo. Soñaba jugadores de rostros vagamente conocidos, que se encontraban en un lugar muy grande, lleno de arena, y palmeras a lo lejos, y que de vez en cuando, se asemejaba al patio donde mi padre aparcaba el coche. Las ropas y olores de los personajes que circulaban por mi sueño eran también diferentes, ropas antiguas, llenas de polvo, como si fueran grandes mantas sobre una persona, de llamativos colores algunas, y con pañuelos sobre las cabezas. Y sus olores eran amargos y fuertes, olían a la vez a naranjas y a vino.

Y me veía a mí, reflejado en un oasis, vestido de manera similar, con una espada atada al cinto, y con un hermoso caballo de largas crines negras que bebía agua, a sólo unos pasos de mí. Y una trompeta avisaba del comienzo de la batalla, alguien muy parecido a mi abuelo me cogía del brazo, y me advertía de los peligros que podían venir. Luego él se iba, arrastrando una larga manta roja hacia el final de todos los hombres, y lo veía, al lado de una mujer de belleza extrema, mirar hacia el frente, y sonreír.

lundi, février 20, 2006

Las doce de la noche


Faltaban apenas diez minutos para la llegada de la medianoche. Paseaba sin prisas, pensando en el encuentro que tendría lugar en unos instantes. Las calles estaban mal iluminadas en aquella zona. Había dejado atrás, tan sólo unos minutos antes, la gran avenida principal, por dónde, aún circulaba algún que otro coche. Le gustaba pasear en la quietud de la noche, y tanto el sosiego de los ruidos, como la suavidad del clima, provocaban que el paseo fuera suficiente sereno.

Únicamente se encontró con dos personas por la calle.

Una, era un chico joven, vestido con pantalones vaqueros, desgastados según las últimas tendencias. Llevaba un par de cajas de pizza en la mano, y el teléfono móvil, por el cuál iba hablando en la otra. Su paso era rápido, inquieto, parecía ir buscando el portal para la entrega. Sus deportivas silenciaban sus pasos, pero el aroma de las pizzas dejó impregnado un trozo del camino.

La otra persona era una mujer de unos setenta años, que llevaba atado, con una correa de dos o tres metros, un perro pequeño. Y tenía una mirada inquisitiva. Cuando ella pasó por su lado, se le quedó mirando de arriba abajo, y tras sentir con la cabeza, siguió su paseo de árbol en árbol.

Tenía que cruzar la avenida, y al llegar a la tercera calle tomar la siguiente paralela. Aunque más que una calle, parecía ser una callejuela peatonal. El suelo estaba empedrado, y sólo una farola, con luz poco potente iluminaba el principio de esa vía.

Se dio prisa en atravesarla, las campanas de la torre del reloj comenzaban a marcar la hora. “Dong”, aceleró el paso; “dong”, miró el reloj; “dong”, su rostro reflejaba ansiedad; “dong”, sus pasos se convirtieron en zancadas. Comenzaba a correr. Quería llegar antes de que terminara el reloj de sonar.

“Dong”, era la última campanada. Otra farola iluminaba el lugar.

Un banco de madera acompañaba a la farola. Una barandilla justo delante. Un aroma a humedad impregnaba el aire.

Se sentó en el banco, mirando hacia delante, el mar a sus pies, y las estrellas sobre su cabeza.

¿Qué más puedo desear?

vendredi, février 17, 2006

Los hoyuelos de la tristeza


-“Me gustan tus hoyuelos cuando sonríes”.

Quién así habla es Juan Maeztu, el Loco de la Ciudad del Viento. En ese instante estaba sentado frente a su escritorio. Las persianas de madera golpeaban con fuerza el reborde de las ventanas, al mismo tiempo que éstas temblaban por la furia del viento que se había instalado desde hacía unos días en el lugar. El Bura había llegado de repente, prácticamente sin avisar. Noviembre se había adelantado al frío y al invierno. Y apenas se notaban ya los últimos pretextos de la naturaleza para mantenerse viva.

Las mañanas se mantenían soleadas, pero era todo un engaño. El frío era ilógico. El sol no conseguía calentar nada, y ráfagas de viento helado, proveniente de las montañas del norte, bajaban por la Ciudad del Viento, con una fuerza increíble, recorriendo las calles una y otra vez. Hojas caídas se arremolinaban en las esquinas, cansadas de volar en espiral para estrellarse ante los escaparates y los coches. El ruido era únicamente mecánico y humano. Ningún pájaro se atrevía a cantar, parecían haber desaparecido de la ciudad, buscando tal vez un lugar más seco y templado.

Algunas tardes, como queriendo burlarse de los meteorólogos, la lluvia asomaba en la ciudad. Con nubes y viento, era improbable que la lluvia llegara, ¿no? Eran solamente cuatro gotas que no mojaban el asfalto. Pero eran receladas por la gente porque llegaban con el viento helado, y antes de caer sobre el suelo, se consolidaban, llegando a ser como pequeños guijarros que golpeaban a la gente, los coches y los bancos de madera de los paseos.

La pantalla de la lámpara situada sobre la mesa estaba cubierta por un pañuelo, que difuminaba en cierto modo la atmósfera fría y reservada de aquella habitación. La sombra de la luz alcanzaba a iluminar la única silla que había enfrente del Loco, y apenas llegaba a rozar el pie de la librería. Sobre la mesa había cuatro libros de diversa temática, de los cuales, uno estaba abierto por la página veintiséis, junto con una hoja de un cuaderno, con un dibujo de ella hecho a lápiz. También habían un vaso de agua y una jarra plateada sobre una bandeja del mismo estilo. Una pluma, un bolígrafo y unas hojas de papel con el sello de Juan Maeztu completaban la escena del Loco en su biblioteca.

-“Adoro las arrugas de tus ojos... Cuando sonríes”.

Hablaba con la mirada perdida delante de él. Su sufrimiento era patente. Cogió la jarra de agua y se llenó el vaso. Hasta arriba. Acercó su boca al borde del vaso, y sin levantarlo, dio un pequeño sorbo. Se rió de la situación. Desde pequeño le había gustado llenar los vasos hasta arriba y dar el primer trago sin levantar el recipiente. Más tarde, sus compañeros de carrera le habían colgado el cartel de maniático. Hasta que alguien en la Ciudad del Viento lo llamó loco. Y como “El Loco” era conocido.

Pero, ¿quién no tiene una pequeña manía, o dos? Es de lo más común, y quién diga que no tiene, miente. El primer sorbo, lápices siempre afilados, hojas del mismo color, la raya de los pantalones, las llaves con la dentadura señalando hacia el mismo sitio, encender una luz antes que otra, o arrugar la nariz... Todo eso son manías que se hacen inconscientemente, no dan lugar a pensamientos extraños, a influencias de otros. Es el “yo” en su estado más puro. Y, ¿porqué evitarlas?

El Loco era feliz con sus influencias supersticiosas, mágicas o simplemente rutinarias. No hacía daño a nadie. Sólo a sí mismo, cuando lo pensaba. Sonrió, miró a la silla de enfrente.

-“No entiendo porqué no te gusta. No es malo, no te estoy haciendo daño. Y antes... Antes te reías de estas manías.

Cogió el vaso entre sus manos. Mantenía el equilibrio del agua. Una pequeña batalla se libraba dentro del vaso, y también dentro de su alma. Se encontraba perdido, trataba de encontrar el camino de vuelta a su vida, pero algo se le escapaba. Bebió y soltó el vaso vacío sobre la bandeja.

-“Me encanta tu sonrisa. Te iluminas entera.

Cruzó los brazos delante de él, apoyando los codos sobre la mesa. Ella le había dicho en numerosas ocasiones que era una señal de defensa que esgrimía hacia los demás. Ese simple gesto le molestaba.

-“¿Porqué te escondes, Juan?
-“No me escondo, estoy cómodo así.
-“Esa postura es como si te quisieras defender de las palabras de los demás. ¿Acaso temes a la gente? ¿al mundo? ¿Me temes a mí?

Ante esas palabras, El Loco siempre bajaba los brazos, y agachaba la cabeza. Ella lo miraba entonces con sus grandes ojos, iluminados por la humedad que afloraba mostrando una tristeza infinita. En realidad, temía cualquier palabra que ella pronunciara, temía que le reprochara cualquier cosa que pudiera alejarla de él.

Dejó vagar la mirada sobre la mesa. Cogió la pluma, y una hoja de papel. Y comenzó a dibujarla. Una vez más. El viento parecía haberse calmado. Las ventanas ya no eran golpeadas, en su lugar, apoyado en el alféizar estaba Zephyros. Contemplaba la escena que el Loco había montado, dibujando y hablándole al silencio, tratando de hallar las razones de su situación.

-“Te ves tan hermosa cuando sonríes. Dime, ¿Porqué dejaste de sonreír?

El Loco no dejaba de mirar la hoja de papel, la pluma parecía cobrar vida por sí misma. Una vez tras otra, recorría la melena de ella, dibujaba su sonrisa y sus ojos, el gesto cansado de sus hombros. Conocía todo de ella, sus secretos y sus anhelos, sus sueños y sus pesadillas. Todo salvo aquella tristeza que emergía en sus ojos. Y que todavía no había alcanzado a encontrarle un significado.

-“¿Porqué dejaste de sonreírme?

Quizás El Loco no tenía que saberlo aún. Quizás era demasiado pronto para conocer los motivos por los que ella dejó de sonreír. Por el instante, sus hoyuelos de tristeza serían la única manera que tendría él de recordarla con vida.

Se levantó de su escritorio, besó su mano, y la abrió soplando ligeramente sobre ella. Se despidió de ella una noche más. Acarició la mejilla de ella, en el retrato que tenía en una estantería de la librería, y tras apagar la luz, salió de allí, con lágrimas en los ojos.

Zephyros dejó su sitio en la ventana. En su lugar, donde había permanecido escuchando el soliloquio de El Loco, crecieron unas plantas trepadoras, de un color verde esperanza, de un tono parecido a los ojos de ella. Algún día, él mismo hablaría con Juan Maeztu, y le contaría la historia de ella, y de su creciente tristeza.

Libellés : , , , ,

jeudi, février 16, 2006

La risa del Loco


A altas horas de la madrugada, suele escucharse por las calles de la Ciudad del Viento, la risa estruendosa del Loco. Ríe sin parar, mientras mueve sus brazos de arriba abajo, como si estuviera contando una historia divertida a alguien delante de él. Nadie recuerda el día en que comenzó a reír. Los lugareños sólo recuerdan escuchar su risa, convertida en eco por las anchas calles, al caer la noche.

Mucha gente aventuró posibles causas a la risa del Loco: el viento. Éste era sin duda alguna, el motivo más comentado en la Ciudad. ¿Porqué sino las personas que pasan mucho rato en las calles donde sopla el viento, se vuelven locas? El silbido del viento Maestro era indefinible. Cuando soplaba, la gente corría a refugiarse en los portales o en las tiendas, tapaba sus oídos con las manos, y trataba de pensar en cosas más agradables.

En efecto, el viento Maestro o, como lo conocen en otros lugares, el Mistral sopla siempre en la misma dirección, de manera uniforme. Tiene un efecto refrescante, que para los días calurosos viene bien. En la Ciudad del Viento, ha llegado incluso a condicionar el trazado urbano. Sus calles se abren en dirección al Mistral para permitir que la brisa pueda circular por toda la ciudad.

Pero el Mistral no es tan temido como su compañero de aventuras. El Mistral suele soplar durante el día, haciendo aparecer pequeñas nubes de silueta encrespada, pero algunas noches... Llega su compañero Bura, o Burín. Éste suele ser anunciado por las nubes que envuelven las cimas de las montañas. Y cuando llega, no hay nada ni nadie que no tenga que ponerse a cubierto. El Bura es un viento impredecible que sopla del noroeste, empujando desde la tierra hacia el mar. Sopla a través de ráfagas y es a la vez frío y seco, de modo que purifica la atmósfera. La visibilidad después del Bura es excelente, ya que el cielo queda limpio y soleado, pero siempre precede a fuertes vientos.

Cuando Mistral anuncia el próximo paso por la Ciudad del Viento de Bura, la gente se encorva, y corre a refugiarse. No hay bufandas que valgan, ni guantes que protejan.

Hubo una persona que trató de conocer el porqué de la risa del Loco, que quiso conocer en primera persona los motivos reales. Era un recién llegado a la Ciudad del Viento, y todavía no conocía bien, o no quería darle tanto poder a los vientos que se organizaban en aquella ciudad. Decía que las habladurías de la gente tratando de averiguar las cosas anteriores a sus experiencias u observaciones, eran erróneas. El Doctor Esteban. Así fue como se presentó ante nosotros. La llegada del Doctor Esteban perturbó a muchas de las personas de la Ciudad del viento, con sus palabras grandilocuentes, y sus teorías psicológicas, con “insights” y experimentos de monos... Pero eso será una historia que se conocerá más adelante.

El Loco aceptó la visita del Doctor Esteban. Entre risas, cogió el teléfono y habló con la secretaria.

-“Buenos días, le llamo de la consulta del Doctor Esteban. ¿Es usted el Loc... Juan Maeztu?”
-“Sí, sí, pero llámeme Loco, que no es ninguna ofensa.”
-“El Doctor Esteban está interesado en conocerlo, y escuchar su historia. Él dice que...
-“Lo imagino, él dice que me hago el loco, y que el viento no tiene nada que ver. Estaré encantado de ir a verle, y contarle mi historia.
-“Perfecto, ¿Le viene bien el próximo martes a las cinco de la tarde?
-“A la hora del té estaré allí.
-“Hasta entonces.”
-“Aaaaaadiós.”
-“¿Salud?”
-“No he estornudado.”
-“Lo siento, me había dado la impresión de que sí.”

El martes a las cinco menos un minuto de la tarde, la risa del Loco sonaba por las escaleras. Iba ascendiendo, hasta que llegó al tercer piso, en donde el Doctor Esteban tenía su consulta. Tras llamar al timbre, Juan Maeztu entró en una sala de espera. No tardó demasiado en ser atendido, apenas cuatro minutos más tarde, el propio Doctor le estrechó la mano, y le pidió que le acompañara a su despacho.

El Loco se sentó en una silla, entre carcajadas. Parecía hacerle gracia la seriedad que se reflejaba en el rostro del Doctor.

-“¿Algo va mal?”, le preguntó el Doctor.
-“Al contrario, todo está maravillosamente bien.”
-“Creo, a simple vista, que usted sufre de una patología múltiple que se deriv...
-“No, Doctor, no estoy loco, si eso es lo que usted quiere saber. Me gusta reírme, las carcajadas, o las risitas entre dientes, las explosiones o los estallidos de las risotadas. Es muy sano, Doctor. Debería probarlo. Tal vez así, su cara de preocupación deje de ser una cara poco amable. Y hasta puede que vea su vida de distinta manera.
-“Inaudito, señor Juan, ¿puede contarme el origen de su risa, para que pueda hacer su historia?”

En este punto, el Loco apoyó sus pies sobre la otra silla, y tratando de imitar los gestos serios del Doctor, y su tono de voz pedante, comenzó a hablar.

Mi historia es muy larga y extensa, su origen viene de varios años atrás, tantos que ni yo mismo los recuerdo. Tal vez si hubiera nacido aquí, entendería como son de influyentes los vientos que convergen en esta ciudad. No estoy loco, aunque no me desagrada que me llamen así. La locura es una palabra curiosa. Se nos llama locos a nosotros, los que hacemos cosas raras por gente que se cree cuerda. Pero ¿en qué punto la locura es propia de unos pocos, y no de todos? ¿Quién dice que los locos lo seamos, y los cuerdos estén cuerdos? Yo quiero avisarle que mi historia no será tan interesante desde el punto de vista psicológico que sé quiere estudiar, como desde un punto más humano, más personal.

La locura suele ser expresada como una privación de alguna parte del razonamiento. Algunos, los que llaman locos totales, son aquellas personas que no tienen nada de juicio. Otros, los locos parciales, sólo están perdidos de una parte de su razón. ¿Puede decirme, doctor Esteban, que la locura sea el reírse a carcajadas? Tal vez la verdadera locura esté en no saber reírse, en no querer reírse, por temor a un “qué dirán los demás”. ¿No es eso una privación de juicio, que se hace por segundas vías?

Mi risa proviene de los vientos, sí. El viento vuelve loco. Pero no por lo que todo el mundo dice.

-“¿Y qué dice “todo el mundo”?”

El mundo dice que el viento es un soplido permanente que se cuela por la cabeza, a través de las orejas y de la garganta, que hace que la gente se vuelva sorda ante los demás, pero que escuchen voces dentro de ellas. Y esas voces existen, doctor. Son los distintos vientos de esta ciudad, que se cuelan dentro de nosotros, y nos enfrían el corazón, que se divierten jugando en nuestra cabeza, apaciguando nuestros pensamientos, serenando los sentimientos... La locura se dice también de la exaltación del ánimo, que se puede producir en personas sanas.

Yo estoy feliz, porque he comprendido lo que los vientos me han querido explicar, no he cerrado mis orejas a sus historias, no he callado sus voces. Y he conocido, he aprendido, he asimilado... Eso no me hace perder el juicio, pero sí me hace sentirme mejor. No hay que cerrarse ante nuevas experiencias. Eso es lo que hacemos todos, por miedo a fracasar, a desilusionarnos, o a volvernos locos. Pero hay que darse una oportunidad. Y buscar más allá de los significados primarios, de los “insights” que hemos adquirido por mediación de otros.

Cuando pude leer la historia de Juan Maeztu en las hojas blancas e impolutas del doctor Esteban, las notas que había escrito en los márgenes, y la calificación final, comprendí que el Loco era una persona más cabal que muchas otras que sí dicen estar cuerdas. En rojo, el Doctor Esteban había escrito en la última hoja, que el Loco era “apto”. Y esta tarde, he escuchado de nuevo la risa contagiosa de un loco que no lo es.

Libellés : , , ,

mercredi, février 15, 2006

Desmemoriado


Tardó dos meses en volver a entrar en la habitación donde ambos dormían. Su despedida fue suave y delicada. Pero tan inesperada como cruel. Volvió a ver la cama desde donde ella se despidió; la ventana por la cual, todas las mañanas, al descorrer las cortinas, descubrían la luz de un nuevo día; los cuadros pintados por ella, en todas las paredes del cuarto...
Una fina capa de polvo cubría los muebles. La chica que venía a limpiar la casa, dos veces por semana, tenía prohibido entrar aún en el cuarto, y lo único que le habían dejado hacer fue ordenar y recoger algunas cosas, al día siguiente del acontecimiento.
Juan no había conseguido reunir el valor suficiente de entrar hasta ese día. El calendario marcaba el final de mes. Aspas rojas cerraban los días anteriores. Ya no había notas, ni caras sonrientes, ni besos de carmín que lo saludaran por las mañanas. Sólo cruces rojas, que sólo indicaban que un nuevo día había pasado.
Esa mañana, no hubo señales que lo llevaran delante de la puerta, no hubo recuerdos que quisieran ser revividos en la media penumbra de la habitación, ni olores perfumados que lo atrajeran. Sólo la curiosidad movida por una firme promesa que se habían hecho al poco de conocerse. Era hora de conocerla mejor.
Al coger el pomo de la puerta, para voltearlo y entrar en la habitación, sintió un escalofrío caluroso que lo recorrió de arriba abajo. Trató de no mirar alrededor, se dirigió directamente al armario, en donde, cada uno, guardaba su caja “de los tesoros”.
Se trataba de una caja de madera, de un tamaño importante; la de ella, tallada con flores imposibles, y la de Juan, con la silueta de una mujer, la de ella. Ninguno de los dos había puesto candado, ya que confiaban el uno en el otro, y poco podía importar que lo vieran solos o los dos juntos. Guardaban todo aquello que les parecía especial e importante de recordar en un futuro.
Cogió la caja de ella, y la llevó a la biblioteca. La dejó sobre su mesa. Y tras seguir con sus dedos las siluetas de las flores talladas, la abrió, no sin antes, contemplar detenidamente la foto de ella, que sonriente, lo observaba desde una de las estanterías.
Y lo primero que Juan, el Loco, encontró en la caja, fue una hoja de su cuaderno de dibujo. No estaba rasgada, tampoco estaba arrugada. A carboncillo, había dibujado una de sus flores preferidas, y un poema: “desmemoriados”. Al darle la vuelta para ver si había continuación, encontró una de las primeras notas que iría descubriendo de ella.

Nunca te olvidaré, Juan. Aunque los recuerdos cambien, y la memoria falle.”
Juan leyó el poema de su, por siempre, enamorada, y no pudo evitar que las lágrimas nacieran a cada palabra que leía.
Si me ves llorando y gritando a voces,
Por el silencio amargo y la confusión etérea.
Si me ves mordiéndome las uñas
Mientras escucho con atención los ruidos.
Si me ves rondando por las esquinas,
Buscando una sombra que se asemeje a tu recuerdo.

Si me ves sentada, frente a una hoja en blanco,
Escribiendo con palabras nerviosas,
Tratando de encontrar la palabra exacta
Que me lleve hasta ti.

Si, algún día, me encuentras por la calle,
Y te paras a hablar de la luz,
Como si fuera una extraña
Y te asusta no recordar mi rostro,
Pero si mis palabras.

Si me ves borrándome en el viento de tu camino
Poco a poco, difuminándome por tus espaldas.
Un día sí, y otro también.
Las sombras, delgadas figuras que te siguen
La hoja arrugada arrastrada por el viento

Te encuentro yo y me encuentro a la vez...

Desmemoriados.

Libellés : , , , , , ,

mardi, février 14, 2006

Regreso a la Tienda de Hilos


Hacía mucho tiempo que visitaba la tienda de hilos de don Nicolás. Me sentía protegida en el interior de aquella tienda.

Los hilos de colores, amontonados en diversos cajones, parecían estar atentos a todo lo que ocurría entre don Nicolás y sus clientes. Alguna que otra vez, llegué a pensar que los hilos hablaban con el dueño cuando no había nadie en la tienda a quien atender. Pero desechaba la idea, tan pronto como aparecía.

Dos meses después de mi última visita, volví a entrar. La "Pavana" de Faure me acompañó desde la puerta. Don Nicolás ya estaba poniendo la cafetera a funcionar, y mientras me quitaba el abrigo, para dejarlo en el respaldo de la silla, él me observaba desde el fondo de la tienda.

No esperé mucho tiempo, sólo me dio tiempo a recorrer con la mirada, los dos primeros muebles que tenían ordenados los hilos de colores calientes, desde las tonalidades más brillantes del amarillo, hasta el naranja más fuerte, casi llegando al rojo. Don Nicolás dejó la taza de café sobre la mesita, y cogiéndome las manos entre las suyas, me dijo que tenía la cara muy pálida.

-"¿Preocupada?"
-"No, don Nicolás, sólo un poco cansada."

Don Nicolás asintió con la cabeza, dio media vuelta, y se acercó a su silla. La apartó de la mesa, y antes de sentarse, metió su mano en el bolsillo de su vieja chaqueta marrón, y sacó la chocolatina, envuelta en papel rojo.

-"No pensarías que me había olvidado de tu chocolatina, ¿verdad niña?"

Le sonreí. Y volví la mirada hacia el mostrador. Antes no me había fijado, pero dos ovillos de lana estaban sobre la madera de roble del mostrador. Colores rojo y azul.

Una lágrima comenzó a caer lentamente.

Don Nicolás comenzó a hablar...

-"Veo, que te has dado cuenta del pequeño desorden que tengo montado en el mostrador. Esta mañana, me ha llegado un paquete lleno de ovillos de lana. De lana gruesa, especial para hacer jerseys, o bufandas. He comenzado a colocarlos en su sitio, uno encima de otro, cada uno en su cajón. Pero esos dos que ves, no han tenido sitio. Y los he dejado allí encima, esperando a que vinieras."
-"¿Me estabas esperando?"
-"En realidad, sí."

Había conseguido captar toda mi atención, le miraba fijamente, y, él, entre divertido y serio, continuó hablando...

-"Imagina que ambos ovillos de lana son personas. El de color rojo te caracteriza a ti, impulsiva, apasionada, soñadora, y activa. El ovillo de lana azul es de una persona tranquila, reflexiva, realista. Cuando ambos ovillos de lana se conjuntan pueden formar un hermoso jersey de estos dos colores, ahora una franja de color azul, y luego una de color rojo; o bien, el rojo y el azul unidos, formando una sola línea. En ambos casos, los dos colores han cedido parte de su independencia como color único, para juntarse con el otro color."
-"Sí, pero no sé que tiene que ver conmigo."
-"Oh sí, niña, claro que lo sabes, sino no habrías venido hoy, verdad?"

Volví a asentir con la cabeza, mientras le daba un sorbo a mi café. Las palabras de don Nicolás, y aquel maravilloso café me hacían sentir perfectamente en calma en mi interior.
Don Nicolás continuó hablando...

-"Ahora bien, cuando ambos colores se pelean, se puede hacer dos cosas, o tirar suavemente de un hilo, y esperar que el otro hilo recupere su posición inicial, o romper el hilo. Creo que estás aquí, porque tiraste demasiado del hilo azul. Y terminó rompiéndose."

Faure seguía sonando en mi cabeza. ¿Cómo podía ser que esas cuerdas siguieran sonando con esa intensidad dentro de mí? ¿Y cómo sabía don Nicolás todas aquellas cosas sobre mí?

Había hecho una pausa. Se había levantado para coger los dos ovillos de lana. Los trataba con suavidad, como si fueran sus propios hijos los que estuvieran acaparando el hueco de sus manos. Dejó sobre la mesa el ovillo de lana roja, y me tendió el de lana azul.

Lo cogí, y me encantó la exquisitez de su textura. Era un ovillo suave al tacto pero con un hilo fuerte y trenzado.

-"A prueba de tirones", me explicó don Nicolás.
Cogí el otro ovillo, era más áspero al tacto, el hilo era más delgado, y parecía que con solo tocarlo se pudiera romper.

-"A ese ovillo, le falta algo. Cada ovillo puede estar por separado, y no les ocurrirá nada malo, envejecerán, se tejerán una y otra vez, pero terminarán sus días tal y como ellos se conocen. Si se juntan, conocerán otras cosas, se complementarán, y, tal vez, sean más felices al tenerse el uno al otro, al poder rellenar los espacios que tiene cada uno. Pero, hay que saber cuando tirar de uno, o de otro, y cuando dejarlos estar."
-"Es todo un arte, don Nicolás. No sé si voy a saber. "
-"Claro que vas a saber, tontina, tan sólo debes ser tú misma, y dejar que el otro hilo te guíe por donde tú no sepas. Y también al revés. No lo olvides."

Después de esta conversación, le pagué los dos ovillos de lana, me los envolvió en un papel sedoso, y tras ponerlos en una bolsa de papel, se despidió de mí.

"Hasta la próxima vez, Marta."

lundi, février 13, 2006

Abre el paraguas


En la Ciudad del Viento, hay una calle central, con varios carriles. Tiene aceras grandes y espaciosas a ambos lados, una callejuela central llena de banquitos de madera, pintados de marrón claro, y árboles y arbustos, que no dejan ver nada hacia los extremos. Ella siempre está allí. Se rodea de palomas que vienen a picotear las migas de pan que una señora mayor les deja por las mañanas. Y de niños por la tarde, que juegan en los columpios, mientras sus madres hablan y discuten entre ellas. Es la primera persona que aparece cuando las brumas matinales se aclaran , y la última en desaparecer cuando la luna está ya muy alta en el cielo.

Ella se queda inmóvil, con la mirada perdida en lontananza. Deja vagar sus pensamientos, mientras escucha las conversaciones de enamorados que se sientan cerca de ella, y sonríe al saber que también ella, una vez, consiguió atrapar ese amor eterno.

Su rostro refleja el paso de los años. De colores grisáceos, o pálido, a veces, es ajena a las inclemencias del tiempo. Con lluvia, o con sol, con el temible viento que le susurra y también le grita a los oídos; con el calor de la cercana primavera o con el arduo frío del invierno que se aleja. Siempre inmóvil, siempre allí, escuchando, sonriendo.

Su amor eterno. Piensa en él. Y contempla el lento caminar de los años. Él llegó un día, caminante de un paseo invadido por risas ajenas. Pasó por delante de ella, se detuvo mientras su mirada subía desde sus pies, calzados con apenas unas sandalias, hasta sus bellos y grandes ojos, que lo contemplaban fijamente. Se intercambiaron miradas, y ciegamente, se enamoró de ella, de su belleza perfecta, de su imperturbable ingenuidad, de su aire que está como ausente.

No fallaba ningún día. Venía por las mañanas, la saludaba, la quería, le recitaba poemas, le cantaba canciones, le traía flores. Y ella, serena, callaba.

Callaba su vida, su tiempo y su espacio. Callaba su inocencia, sus deseos de irse a otro lugar. Callaba su silencio. Callaban sus risas.

Él le suplicaba, le traía amor eterno, la besaba en presencia de todas aquellas personas, que como si de un loco se tratase, reían sus episodios. Se declaraba en verso, con un violín, y con flores. Nada era suficiente. Quizá.

Ella no podía decirle que también se había enamorado de él. De su caminar atento, de sus gestos hermosos, de su voz medida, de sus besos apasionados. No podía explicárselo.

Él venía un día sí, y otro también. Pero el tiempo, que nunca perdona, pasaba por él. Ya no era el apuesto joven que inventaba miles de historias para enamorarla. Su espalda se había encogido, sus sienes se habían encanecido, su caminar, otrora alegre, era cansino. Pero seguía visitándola.

Un día, amaneció anaranjado en la Ciudad del Viento.

El hombre, poeta y músico, despuntó muerto a los pies de ella, apoyaba su rostro en las sandalias de ella. Sus brazos envolvían sus piernas, como si no quisiera dejarla escapar por nunca jamás. Sus labios entonaban una sonrisa triste, sabedores de que ella no podría ser de nadie más. Ya nada podría separarlos.

Los vientos se confabularon aquel día, y durante el entierro, bailaron miles de danzas, con fuerza y vigor, emocionados ante los actos de entrega y amor, que había mostrado el hombre durante años. Zephyros adornó el lugar con las mejores flores de temporada en señal de duelo.

Aquella noche, un señor mayor y su nieta caminaban de vuelta a su hogar, pasando por la avenida en donde ella seguía guardando silencio.

La niña le preguntó a su abuelo, amigo de aquel hombre:

-“¿Porqué la estatua llora, abuelo?
-“No llora, cielo, está comenzando a llover. Ven, acércate, y abre el paraguas.

Libellés : , , ,

vendredi, février 10, 2006

Mirada de pájaro


Sus tacones resonaban por el largo pasillo. Pasos rápidos, que al llegar a la puerta del aula de música, acababan, y eran remplazados por los golpeteos enérgicos de los nudillos de su delicada mano.
Al entrar, todas las miradas se giraban hacia ella.

La clase se componía de 15 chicos y ella. El profesor, un ilustre músico de la Filarmónica de Mainz (Alemania), serio y responsable, que encaminaba todos sus esfuerzos porque todo estuviera en orden al llegar al aula. Le agradaba además, la puntualidad. No le gustaba que interrumpieran su clase, que comenzaba siempre a las cinco en punto.
El profesor Günter venía siempre veinte minutos antes. Aprovechaba para abrir bien todas las persianas, y dejar que la luz recorriera cada rincón del aula, pasaba un trapo suave a todos los instrumentos, que iban a utilizarse en la clase, y se sentaba sobre su mesa, con un pesado libro de música de todos los tiempos, sobre sus piernas.
A medida que iban entrando los alumnos, de una media de edad de 20 años, él los saludaba en un impecable español, pero que todavía dejaba entrever su origen alemán. Saludaba y seguía leyendo.

Un minuto antes de las cinco, cerraba el libro, cogía su batuta, y se colocaba detrás de la mesa. Miraba el reloj de la pared, y comenzaba con un fuerte “buenas tardes”. Dando así comienzo a una tarde de tres horas de música, historia y anécdotas.

Todos los días, a las cinco y siete minutos, la clase se quedaba en silencio. El profesor Günter dejaba de escribir en la pizarra, y todos los varones, desde sus sillas, se quedaban quietos, sin tomar apuntes. Era un silencio espontáneo, que no duraba mucho más de tres segundos. Silencio extraño para todo aquel que pudiera contemplar la escena desde fuera del aula, sobre todo por la aparente majestuosidad del duelo de esos tres segundos. Tres segundos que tardaban en escuchar los toques sucesivos de sus nudillos en la puerta. Diagonal de luz, ropa primaveral y su cabello ondulado recogido en una alta cola de caballo.

Sonreía, se excusaba delante del profesor, y recogía sus libros bajo su silla de la segunda fila.

Su infancia había estado marcada por la música. Desde pequeña, sus padres la habían apuntado a clases de solfeo, y posteriormente de piano. Progresaba con celeridad. Pero nunca quiso adelantar de curso.
Cada año un curso, cada curso una nueva etapa.
Poco a poco, sin responsabilidades añadidas, con sus amigos, y sobre todo, gustándole la música.
Para ella, la música no era un oficio, era arte. Y si, a los 13 o 14 años, hubiera seguido el consejo de la directora de la Academia, seguramente hubiera llegado a odiar todo aquel mundo.

Ana era bella y graciosa. Los chicos de la clase se la quedaban mirando embelesados, sin poder pronunciar palabra. Incluso el profesor, continuaba la clase, sin mayores enfados, a pesar de la poca puntualidad de su alumna... Más aplicada.
Describirla es complicado.
Su rostro níveo, de piel cremosa y sin arrugas, parecida a los materiales de cualquiera de las estatuas del parque. Frente lisa, ojos claros, labios de piel de cereza. Labios que se mostraban siempre húmedos, cual rosa al amanecer, tratando de recibir, con anhelo las gotas del rocío. Su voz era melodiosa. Tenía un extraño acento, que le hacía arrastrar algunas veces las palabras, provocando constantes sonrisas en todo aquel que la escuchaba hablar.

Y sus ojos? Eran verdes, verdes como los bosques de altos árboles de la ciudad de Mainz, pero también eran azules. De un azul profundo, como el azul de aquellos lagos turquesa donde muchas tardes de domingo habían ido todos a pescar.

Nunca al mismo tiempo. Ora verdes, ora azules. Siempre luminosos. Siempre profundos. Alguno de los chicos de la clase, eternos enamorados de Ana, había dicho un día que sus ojos no tenían color, sino sonido. Ana pasaba justo por su lado, y se lo quedó mirando. Le sonrió y encaminó sus pasos hacia la biblioteca.

El chico que así se había pronunciado se quedó pensativo unos momentos. Tal vez avergonzado porque ella lo hubiera escuchado. Pero sorprendió a todos al añadir las siguientes palabras...

“Tiene mirada de canto de gorrión.”

Durante el tiempo que duró el curso, Ana fue la musa de todos los alumnos y del profesor. Aturdía a todos, cuando sus finas manos acariciaban las teclas del inmenso piano de cola de la clase. Desorientaba al profesor, cada vez que levantaba la mano, y le preguntaba acerca de la música. Pero no porque no lo supiera, sino porque ella mantenía la mirada fija, esperando una respuesta.

Muchos años después, los alumnos se juntaron, y recordando esas clases, alguien mencionó la tristeza que debía sentir Ana. Mujeres como Ana, tan bellas que las hacen inaccesibles a la mano del hombre, tan imposibles que únicamente son objeto de amores platónicos...

Ella alcanzó la fama como músico, se hizo querer en los círculos de Arte, era invitada especial de numerosas galas, y sus manos acallaban cualquier mal pensamiento. Era única. Y ella lo sabía. Siempre lo supo.

Sus ojos de canto de pájaro se fijaban cada día en las manecillas del reloj, que señalaban los números 5 y 7, conocían la madera de la puerta y su propia mano, golpeando la puerta, veían la cara del profesor y las sillas ocupadas por los chicos, la suya vacía. Se sentaba y su mirada de canto de pájaro se fijaba en la pizarra, en las notas escritas, y en el soberbio piano.

Miraba sin ver. Mientras que a ella la veían todos. Ella no se atrevía a ver a nadie. Sus ojos deseaban palabras y gestos, pero no obtenían nada, salvo admiración baladí y cariño a distancia.

jeudi, février 09, 2006

Don Pedro, el vagabundo


Sentado en un banco del parque, Don Pedro se despereza. Estira sus brazos encogidos hacia el cielo, mientras guiña los ojos, molestos ya ante tanta luz a primera hora de la mañana.

La noche ha sido calurosa. Contempla sus bolsas, llenas de utensilios que encuentra en la basura: dos platos metálicos, un tenedor, un juguete estropeado, y un poco de ropa, que luego vende en mercadillos. Recoge su gorra del suelo, y tras rebuscar en una de las bolsas de supermercado, saca un par de yogures caducados, y un pan duro: su desayuno de hoy.

La gente lo conoce como Don Pedro, el vagabundo del parque Miraflores. No saben si ese es realmente su nombre, pero él se presenta así, con el “don” seguido de un nombre, siempre con ese distintivo, que le hace sentirse distinto a otros mendigos y vagabundos.

Su mente divaga sobre años anteriores, cuando su felicidad era otra, cuando su destino comenzaba a desdibujarse. De todas formas, Don Pedro no parecía estar preocupado por su actual realidad. Había encontrado la paz interior, y podía decir que había tenido en su vida todo lo que él había querido y deseado, hasta el justo momento en que un desgarrador golpe se lo llevó todo.

Su aparente rudeza, no deja de ser una fachada. Unas lágrimas descienden, cada poco tiempo, por la mejilla, marcando su ajado y sucio rostro. Sus recuerdos buscan y rebuscan a su único amor, aquella mujer de ojos ambarinos, que lo cautivó.

Era preciosa. Conversación inteligente. Mirada brillante. Un futuro completo, que él cambió para siempre.

Años atrás, habían hecho una escapada de fin de semana a la montaña. Iban a ser unos días tranquilos, él se declararía en la cena del primer día, y esperaba que ella le diera el sí. Pero no llegaron a destino. Un grave accidente de tráfico los separó. A Don Pedro lo llevaron al hospital, donde estuvo ingresado más de dos meses. A ella, directamente al depósito de cadáveres.

Cuando Don Pedro pudo levantarse por fin de la aséptica cama donde se recuperaba, el médico que le había atendido, y que, por su bien, había escondido la verdad, le llevó al depósito, un lugar oscuro y tétrico, donde ella permanecía a la espera de que alguien solicitara su cuerpo. Le había prevenido, le había avisado que las cosas no eran como él pensaba, ni como le habían dicho en sus meses de convalecencia. Don Pedro quería verla, quería besarla y quería estar a su lado.



Su cara permanecía extrañamente bella. No tenía cicatrices ni heridas, sonreía levemente, y su cabello, medio recogido reposaba con delicadeza sobre parte de su frente. Permanecía rígida, fría, pero su esencia no la había abandonado.

En esa relación, ella había sido la dulzura, el romanticismo, la comprensión, todo lo que Don Pedro había necesitado en su corazón. Su sensual sonrisa, su mirada juguetona, sus palabras adecuadas, la pasión hecha mujer.

Don Pedro la miró, la acarició, y tras comprender que nunca más la volvería a tener a su lado, gritó. Gritó de tal manera, que los doctores que estaban por allí, se volvieron sorprendidos, Don Pedro acababa de perder su vida. Y la de ella. Y asumió su culpa, vagaría durante los días que le quedaran, recordándola, y añorándola. Hasta que por fin, pudieran volver a encontrarse.



Ahora, al recordar su pasado, secaba sus lágrimas con el puño sucio de una vieja camisa, y sólo le quedaban las imágenes de los bellos momentos vividos, cuando tocaba el cielo con sus manos. Escondido en un bolsillo de su pantalón, la cajita de terciopelo verde guardaba su pasado, el anillo de compromiso que ella tenía que haber llevado aquel día.

mercredi, février 08, 2006

Ruido blanco


A pesar de que uno no siempre lo percibe, frecuentemente estamos en ambientes llenos de ruidos y sonidos. Los sonidos son vibraciones que hacen que otras cosas se muevan.
Por ejemplo, una cuerda de guitarra puede vibrar con otra cuerda que está vibrando porque ha sido tañida. De hecho, ese es uno de los mecanismos que se usan para afinar una guitarra.
También los sonidos rebotan en los objetos, como la luz en los espejos.

Era un cálido domingo de agosto. Acabábamos de llegar a una calita escondida en el sur de la isla, cercana al aeropuerto. El océano era inmensamente azul, la arena blanca se escabullía fina, por entre mis dedos, y la Montaña Roja, nos vigilaba majestuosa, haciendo garabatos con el sol.

Posamos nuestras toallas en la arena, a una distancia prudencial del gentío que comenzaba a llegar, e inundaba ya las tumbonas azulonas y blancas, que hacen honor a los colores de la isla. Se sonrió para sus adentros, y tras quitarse la camiseta, dijo:
-“Ahora vuelvo.

Con calma, y curioseando ese lugar que se abría nuevo ante mis ojos, dejé que el sol comenzara a calentar mi cuerpo. Me bajé los tirantes del bikini rojo que llevaba puesto, y tras untarme un poco de crema solar, me tumbé.
Las manos delante de mí jugaban con la arena, amasaban, levantaban un pequeño montículo, se escondían, aparecían y se volvían a esconder.

Unos niños corrieron hacia la orilla, sus pequeños pies, al pasar cerca de donde estaba tumbada, llenaron la toalla y parte de mi rostro, de arena. Me incorporé para quitarme los molestos granos de arena, y busqué con la mirada a mi acompañante.

Apenas tres días antes, habíamos escrito nuestros propósitos en una servilleta de papel. Nuestro primer encuentro en el bar, junto a un café delicioso, unas risas sinceras, y unos planes... Que no nos iban a dejar ni un minuto libre. Una de las cosas que estaban escritas en ese papel era visitar esa playa.

-“Tranquila, la parte nudista está bastante escondida, iremos a una calita en esa misma playa, sin problemas.
-“Vas a decirme que vas allí y no te desnudas por completo?
-“Ya sé que tengo un cuerpo “cañón”, pero me da vergüenza dejar en ridículo a los demás.
-“No sé porqué, pero me imaginaba una contestación así.” –le había contestado entre risas.

Venía del agua, con algo entre sus manos. El sol me impedía mirar con detenimiento más allá, pero al acercarse, pude ver que no era más que una concha. Grande, y con piquitos, con un color entre dorado y crema, que resaltaba con el rosa claro del interior de la misma.

-“Me traes un regalo? Quieres que me ponga la concha de colgante? O mejor de sombrero?
-“No, tonta, el otro día, vine con mi hermano, estábamos jugando con las raquetas, y se nos fue la pelota al agua, me acerqué, y cercana a esas rocas, -decía, mientras señalaba un lugar con la mano-, la encontré. Nos la pusimos en la oreja, sabes? Como cuando somos unos niños, y queremos escuchar el mar, y escucha...

Me la tendió para que escuchara el sonido de su interior. Lo miré incrédula, ¿qué iba a escuchar, sino el sonido del mar?

Las caracolas eligen, dado su tamaño, forma y materialidad, algunos sonidos del entorno, y los mezclan produciendo un sonido similar al que produce el oleaje del mar. En otras palabras, los sonidos no vienen desde dentro de la caracola, sino del ambiente exterior.
Este sonido se conoce como ruido blanco, que es una mezcla de todos los sonidos (tal como la luz blanca es mezcla de todos los colores de luces).

Lo que escuché fue maravilloso. Podía escuchar el movimiento del mar, con las olas chocando en la Montaña Roja, debido a los fuertes vientos que corrían por la otra parte de la roca.
Y entonces me vi. Estaba de pie, encima de la Montaña Roja, que se sitúa a 170 metros por encima del nivel del mar, un par de gaviotas bajaban en picado hacia el agua, el sol se mantenía en lo más alto, la gente tumbada en la arena. Me asomé. Algo allá abajo me llamaba. Me acerqué un poco más al borde, para asegurarme. En efecto, entre las olas se distinguía una pálida figura, que asomaba uno de sus brazos por entre las aguas. Sonreía mientras nadaba de un lado a otro. Estaba a punto de saltar, doblé las rodillas, calculé el salto, pero justo en el momento de coger el impulso, dejé caer la caracola.

Estaba de nuevo sobre la toalla, él me miraba, esperando una respuesta que no venía, y yo, con una sonrisa, le dije que había encontrado un tesoro. Me contestó que ya lo sabía, y, cogiéndome de la mano, me llevó hacia el mar.

Realmente, un vaso o un jarro colocados en la oreja, también pueden remedar el sonido del mar. Dependiendo del tamaño, la forma o el material del vaso, se escucharán distintos "mares", así como caracolas de distintos portes y materiales nos harán oír distintos "mares" también.

Me quedé con la duda de saber si todo aquello no fue más que un sueño, producido por el calor que me había adormilado, y me había hecho soñar en cosas fantásticas, o si él realmente me había traído esa caracola.

A la mañana siguiente, en mi casa, un mensaje en el móvil... “Estoy en una calita escondida parecido al paraíso. Sólo faltas tú.”

mardi, février 07, 2006

Don Nicolás y la tienda de hilos



Acabo de volver de la tienda de hilos.
Se trata de una tienda pequeña, metida en una callejuela, bastante escondida, y con muy poca iluminación. Si no la conoces, es prácticamente imposible encontrarla desde la calle.
Es como si quisiera esconderse de la gente que no entiende de hilos. O como si, sólo apareciera para aquellos que han comprendido la verdadera magia de los hilos.

Si entras en la tienda despacio, abriendo la puerta poco a poco, podrás escuchar como la campana, en vez de un “ding dang dong” normal, llena el lugar con una melodía distinta según tu estado de ánimo. Y es cierto, nada de invenciones, he llegado a escuchar un canon, un minué y una polca, en días distintos.

Lo primero que ves es un gran mostrador de madera de roble, que te acompaña a lo largo del pasillo. Tras el mostrador, miles de cajones abiertos, enseñando los colores de las bolas de hilo y lana, que se usan para coser, para bordar, para pescar...
Son estanterías que van desde el suelo, hasta el techo. Los colores van degradados, de mayor a menor intensidad, siguiendo los colores básicos del arco-iris.

Solitarias, dos sillas se muestran, en cuanto avanzas unos pasos.

Y al fondo, él. Nicolás. El dueño de la tienda.

Nicolás tiene unos setenta años, aunque aparenta 50. Tiene una mujer a la que adora, no tiene hijos. Su única vida es la que se esconde entre las paredes de su tienda. Su pequeña tienda de hilos.

En la parte superior de la tienda, Nicolás tiene su casa. Dos habitaciones, un baño, y una cocina. Suficiente para él y su mujer.

Cuando entras en su tienda, Nicolás enciende una cafetera de color azul y plata, que esconde tras la puerta que comunica con su vivienda, y te prepara un delicioso café, que suele acompañar de una chocolatina, envuelta en papel rojo, mientras contempla tu cara, y escucha la melodía, que únicamente la persona que entra, y él, pueden escuchar.

Buenas tardes, niña.
Don Nicolás...

En ese momento, tu rostro se llena de lágrimas, que tratas de esconder detrás de una sonrisa, te giras y disimulas buscando una marca en el inmaculado suelo.

Él espera. Con paciencia. Con ternura. Sabe que los hilos se rompen de vez en cuando, y que es difícil retomar otro. O hacer un nudo.

Siéntate, niña.

Y tras darte la taza, se sienta en la otra silla. Enfrente tuyo. Sin mediación de mesa alguna. Sólo tú y don Nicolás.

La última vez que viniste por aquí te llevaste una madeja de lana de color azul. Azul claro, si mal no recuerdo.

Tú asientes con la cabeza, el café baja caliente por tu interior, sus palabras son tranquilizantes, el ambiente es acogedor.

Y cuéntame... Se te ha enredado, se te ha roto, ¿se te ha agotado?
No lo sé. Ayer, al llegar a casa, me encontré con que ya no sentía nada. Traté de tirar del hilo, y nadie respondía del otro lado. Y sé que sigue ahí, pero no lucha.

Don Nicolás se queda entonces pensativo. Sabe los motivos por los cuales un hilo deja de funcionar, pero no lo dice nunca. Prefiere que la propia persona lo averigüe por sí sola.

La magia entre dos personas, querida niña, está en el hilo que te llevas de esta tienda. Es capaz de unir a dos personas, a pesar de la distancia. Pero no siempre el primero resiste a todo. Hay que saber recoger un poco de vez en cuando, y dejarlo libre, otras muchas. El azul que te llevaste es de muy buena calidad. Tal vez...

Levantas la mirada, que jugaba a mantenerse escondida bajo las manos, que sostienen la taza.

Don Nicolás se levanta, te coge la taza, y tras posarla dulcemente sobre el mostrador, te mira largamente a los ojos. Y continua.

Tal vez, querida niña, el hilo siga ahí, como bien has dicho, pero al otro lado... La persona no está. O tal vez, sí. Esperando a que tires tú.

Libellés : ,

lundi, février 06, 2006

La mirada del guante


Aquella mañana había llegado antes al sitio de encuentro. Los arbustos mal recortados le salían al encuentro, mientras algunas ramas la acogían soltándole unas pocas de agua, condensadas por el frío. A pesar de la niebla que cubría toda la ciudad, y que no la dejaba ver más allá de unos pocos pasos, localizó el banco donde solía esperar y se sentó. El frío se colaba poco a poco a través del cuello abierto de su chaqueta. Cogió la bufanda a rayas de su bolso, le dio una vuelta alrededor de su cuello, y se la subió hasta cubrir con ella la boca. Pensó en sacar los guantes de su bolso, guantes sobrios y aterciopelados, que le habían regalado hacia sólo unos días, pero prefirió esperar todavía un rato. Había salido de su casa hacía poco, y aún conservaba las manos calientes. Las metió en su abrigo, mientras escudriñaba delante de ella. El árbol de enfrente surgía como un fantasma, vigilante y al acecho de todo cuanto pudiera acontecer, como si hubiera sido erigido el guardián de todo el Paseo. Alguna vez se había acercado a él, a acariciar su tronco, y seguir con el dedo, alguno de los arañazos que cubrían su corteza. Era el árbol más alto y fuerte de toda aquella calle, tanto que incluso desde la ventana de su habitación, conseguía verlo. Eso sí, asomándose peligrosamente por el alféizar. Pero cuando la luna estaba llena, ésta iluminaba de tal manera el Paseo, que todo se volvía mágico.

Sus ojos eran grandes, curiosos, buscando ver siempre más allá de lo que tenía delante de ella; inquisitivos, preguntándose los porqués de esto, y los cómo de aquello. Tenían un color de ojos indefinido, que le cambiaba dependiendo del tiempo que hiciera. Le gustaba guiñarlos para enfocar con mayor definición las cosas o las personas que tenía delante de ella. Por ello, pensaba ella, le habían puesto gafas tan pequeña. Y recordó como su madre la engañaba para que hiciera ejercicios visuales, y no tener que llevar siempre aquellas muletas para sus ojos. Y como su padre, se había reído en la óptica cuando fueron a comprar las primeras gafas, porque su naricilla hacía de columpio, y siempre se le caían. Sonrió. Le gustaba recordar. Pero en los últimos tiempos, amanecían tristes. A ella le parecía que ya no eran capaces de hechizar nada de lo que veía, o tal vez, la ilusión por cambiar las cosas que observaba había cambiado, o desaparecido. En cualquier caso, ella se esforzaba por recuperar la luminosidad que la caracterizaba, y solitaria, esperaba en el banco de piedra mirando los alrededores.

La niebla comenzaba a disiparse con las primeras luces, el tráfico aumentaba a ambos lados del Paseo, pero ni él ni otras personas aparecían por el lugar. Miró el reloj. Aún tenía tiempo. Los aromas salvajes de la naturaleza mojada se hacían intensos a medida que la luz y los primeros rayos de sol trataban de romper la barrera infranqueable de la niebla.

Al lado del banco, un pequeño guante rojo asomaba. Lo recogió con mimo y tras comprobar que era un guante infantil, pequeño y con un agujerito en un par de dedos, lo agitó para quitarle la suciedad que había acumulado, y lo depositó sobre el banco. ¿A quién se le podía haber perdido? Cerca de allí, habían unos columpios que estaban ocupados todas las tardes, por niños de corta edad, a la salida del colegio. Alguna vez los había visto columpiarse a la par que mordían con ansia sus bocadillos, y reír felices con sus amigos. El guante rojo debía pertenecer a alguno de aquellos niños que la tarde anterior debía haber esperado turno para subir al columpio, y que aprovechó ese tiempo, para comerse sus chucherías. Se le olvidaría recoger su guantito en la mochila, o tal vez, se le habría caído del bolsillo de su anorak.

A ella, le gustaba hacer monigotes con sus guantes cuando era pequeña –y no tan pequeña-, se ponía un guante, y ataba alrededor de los tres dedos centrales el otro guante, como si fuera una bufanda, hacía una especie de nudo, sacaba un dedo, que funcionaba como nariz, y ya está, ya tenía un muñeco con sombrero, nariz y brazos, que hablaba y saltaba. Y ahora, años más tarde, pensaba en aquella infancia, en aquella rebeldía que poco a poco iba perdiendo, en las ilusiones que encerraban sus manos, y que ahora desgranaban una distancia difícil de soportar.

La vida se forjaba ahora a otro nivel, con responsabilidades y sin juegos infantiles, a la vez cerca y lejos de todo aquello que quería y sentía. Y sólo un olvidado guante rojo había conseguido evocar la nostalgia de antaño.

Salió de repente de la niebla, su cara sonrojada por haber ido deprisa al encuentro le sonreía. La saludó brevemente. La expresión de su cara reflejaba una tristeza infinita, y sus ojos, que parecían estar al borde de las lágrimas, le atraían y perdían. Le sonrió diciéndole que todo estaba bien. Bajó su mano y la dejó en la de él, y mientras caminaban juntos hacia el trabajo, le contó todo aquello, que durante unos instantes había cruzado por su mente.

Libellés : , , ,

jeudi, février 02, 2006

La colorida tibieza del amor


La primera vez que coincidieron, él no se fijó en ella. Llevaba meses caminando distraído, sumido en sus propios pensamientos, que lo sumergían en un océano de colores dispar. Y es que Iván era pintor. Pero no uno cualquiera, era un artista. O al menos eso pretendía.
Sus primeros cuadros habían sido nombrados en revistas del sector artístico, habían sido expuestos en las mejores galerías durante varios meses, recibía llamadas y cartas a todas horas felicitándole por la tibieza con que expresaba sus sentimientos o pensamientos en sus cuadros.

Tan sólo una persona confió en él, y en su arte: la dueña de la mejor galería de arte de la Ciudad del Viento.

Cuando Iván comenzó, tenía un puesto con cuatro acuarelas, y grandes hojas de papel acartulinado bajo los porches de la Gran Avenida. Pintaba a la gente que caminaba por allí. Le bastaba con ver la expresión de sus caras para recordar sus facciones, e inventarles un momento de sus vidas. Cuando ella pasó por delante, y se quedó mirando sus cuadros, observó algo más que unos bellos retratos. La calidez con la que dibujaba los trazos, los rasgos y la luz en los ojos de todos ellos, y los colores, delicados pero firmes, le habían llamado la atención. Le dejó encargado un cuadro, prometiéndole volver a pasar en una semana.

Una semana más tarde, emocionada con el cuadro, le citó en su oficina, y a partir de ahí, ambos iniciaron una relación profesional, que llevó a Iván a ser uno de los pintores más conocidos de la ciudad y alrededores.


Iván era un genio. Pero la presión comenzaba a influirle, sus ideas se agotaban, y no conseguía encontrar aquello que lo hiciera reaccionar.
Sus inicios no habían sido fáciles, no había recibido ningún apoyo de su familia, y sólo su tesón lo había conseguido encumbrar hasta lo más alto. Sin embargo, él no se conformaba con esos primeros cuadros, que le habían hecho tener una vida más fácil. Iván buscaba su obra maestra, la perfección en sus dedos, la desenvoltura de sentimientos, y el colorido profundo, que provocara no sólo la admiración en toda aquella persona que lo contemplara, sino la devoción hacia su obra y su persona.

En su mente, Iván mezclaba tubos de pintura consiguiendo unos colores sobresalientes, brillantes y nunca, hasta ahora, conocidos; conseguía formas diversas, mezclando luces y espacios; y encontraba el rostro perfecto que definiría todo lo que él podía sentir, para hacer sentir a su vez.

Se dirigía al punto de encuentro de una reunión con unos directores de galerías, cuando...

-“Disculpe señor, ¿podría indicarme la hora que es?

Iván salió de su nube, dispuesto a increpar a la joven que lo había sacado de su ensimismamiento, pero no pudo reaccionar. A la suave voz, le correspondía un rostro angelical, lleno de delicadas luces, que favorecían la expresión risueña, y tímida de la joven.

Ella repitió la pregunta, algo asustada por el gesto que segundos antes, él le había dedicado.

-“Sí, claro, las diez y veinte.
-“Gracias.

Ella siguió su camino, mientras él, embobabo, la veía alejarse. Otro día, en otra ocasión, con otra persona, aquella pregunta le habría sacado de quicio, y hubiera contestado mal, molesto y enfadado porque lo sacaran de su abstracción. Pero ella tenía lo que durante meses había estado buscando. El rostro perfecto con unos ojazos tremendamente grandes, que miraban con serenidad y profundidad todo cuanto acontecía delante de ella. Sus rodillas habían temblado cuando ella le sonrió, repitiéndole la pregunta. Su voz, cálida y virginal, se había apoderado de sus sentidos, y sólo se reprochaba, el haber descubierto a la joven su fragilidad en ese primer encuentro.

Poco importa lo que se dijo en la reunión, las palabras fluían pero se escurrían con parsimonia entre sus pensamientos. Aquella noche, no consiguió dormir. El recuerdo de la chica lo mantenía desvelado. Buscaba cada detalle de su rostro, torneaba mil veces sus delgadas piernas, esbozaba el busto equilibrado, pintaba en el aire cada trazo perfecto de aquella desconocida mujer. Intentó pintarla en el gran lienzo en blanco que guardaba para su obra maestra, pero su mano no respondía a ninguna de las órdenes que la cabeza le dictaba.

Por la mañana, decidió volver a probar suerte. Caminaría por la misma calle, una y otra vez, hasta que ella, volviera a pasar. Y si no la encontraba hoy, lo intentaría mañana, y pasado, hasta que tuviera todos los detalles de su perfección.

Iván tuvo suerte, ella recorría todos los días, aproximadamente a la misma hora aquella calle. Caminaba siempre con tranquilidad, midiendo sus pasos, en un perfecto compás, al vaivén de sus caderas, que parecían marcar el ritmo. Se paraba en un par de escaparates, y continuaba, sonriendo y alegrando a la mañana que iluminaba su rostro.

Él se quedaba escondido, tras la parada de un autobús, trastornado por esa obsesión, y la miraba, y la soñaba, la bebía como si fuera el más preciado de los néctares, para recordar, al llegar a casa, cada rasgo, cada detalle de la joven. Ya no comía, sólo conseguía dormir cuando su cuerpo, cansado y febril, exigía desde la extenuación, un sitio donde encogerse. Salía de casa, únicamente para verla a ella, para seguir estudiándola, poder gozar de esa compañía invisible, unos escasos minutos, y vuelta al encierro en la habitación de la pintura, donde, poco a poco, día a día, momento tras momento, el lienzo blanco cobraba vida.

Paula era una joven sin estudios, pero con muchas ganas de aprender. Había conseguido un trabajo como limpiadora en una casa, y una de las muchachas, ya universitarias, le enseñaba en los ratos libres conocimientos de geografía, historia e idiomas. Tenía conocimientos básicos, que sus padres habían tratado de enseñarle, a pesar de sus pobres condiciones, pero Paula buscaba siempre más allá. Era curiosa, le gustaba preguntar para aprender, se sentía bien cuando se imaginaba a sí misma siendo otra persona, y tomando decisiones importantes, tal y como veía que las mujeres de esa casa hacían. Ellos tenían unas normas muy estrictas, aunque la habían acogido de buena gana. A la señora de la casa, Paula la tenía que llamar “señora”, y al marido de ésta, “patrón”. Aparte de eso, les encantaba la buena educación y respeto que demostraba en todo momento.
Todas las mañanas, la “señora” la mandaba a comprar al mercado y a buscar un pan de cereales en una panadería, en una calle cercana al encuentro inesperado con Iván.

Le gustaba pasear, mirando los escaparates de la calle, sintiéndose importante, como si ella misma fuera la señora de la casa. Caminaba con paso firme, segura de lo que hacía, y de donde pisaba, le gustaba sonreír a todo aquel que le miraba a los ojos. Era su carta de presentación. Solía recordar cada cara y persona que se cruzaba y también solía imaginar lo que podría estar pensando la gente, dependiendo de la forma en que miraban, caminaban o por el gesto de sus rostros.

-“Disculpe señor, ¿podría indicarme la hora que es?

Paula lo había visto venir. No lo reconocía, ya que nunca se habían cruzado. Tenía la mirada perdida, tal vez estuviera preocupado por algo, el trabajo o la familia, pensó. Tras bajarse la manga de su camisa para tapar su reloj, se cruzó delante de él y le preguntó la hora.

Le sorprendió la reacción de él. Parecía enfadado al sentirse desprotegido de sus pensamientos, pero algo cambió en su aspecto, que la hizo sentirse pequeña delante de Iván. Parecía observar cada detalle de ella, juzgando su mirada, su cuerpo. Pensó que no podía ser, y volvió a preguntarle la hora para romper esa incómoda situación.

Ahora sí, parece que recobró el sentido y le contestó. Tras darle las gracias, Paula siguió su camino, moviendo sus caderas en un sereno contoneo.

Aquella noche ella también tardó en dormir. Su corazón se aceleraba cuando pensaba en aquel tropiezo, en como él la había mirado y como la había hecho sentir. Era un hombre más mayor que ella, pero parecía tan responsable y seguro...

Al pasar los días, lo descubrió de nuevo escondido tras la parada de los autobuses. Le hizo gracia sentir su mirada clavada en ella. Disimuló y continuó adelante por la calle. Pero al día siguiente, volvía a estar allí. ¿Espiándola? Ella trataba de no mirar hacia el lugar desde donde Iván seguía sus pasos, y quizás ese pequeño juego fue el que la hacía sentir feliz. Cada mañana al salir de la casa de su “señora”, se daba prisa en llegar a aquella calle, para poder percibir su cercanía. Reconocía que esperaba que, en algún momento, él saliera de su escondite, y le dijera algo, un “buenos días”, o “cómo te llamas”, pero parecía que no tenía ninguna intención. Y ella ya se conformaba al ser observada.


El lienzo avanzaba a medida que la locura de Iván crecía. Quería plasmar ese rostro virginal que tanto le había atraído. Sus continuas incursiones a la misma calle todas las mañanas, escondiéndose y escrutando cada rasgo de la joven le hacían ver los detalles en cada rincón que pisaba, en cada espejo que miraba, y allí, en el lienzo de su cuarto, poco a poco, su obra iba formándose. Trazos delicados para encontrar la dulzura de la joven, colores claros para mostrar cada expresión de sus facciones, la profundidad de su mirada contrastada con la lejanía de las demás personas que paseaban por la misma calle.

Paula estaba enamorada, trastornada, todas las noches soñaba que él le hablaba, que le confesaba su amor, que la hacía levantarse del suelo y volar. Estaba segura, completamente segura, que ese hombre, al que le había pedido la hora sentía lo mismo por ella. Sino... ¿Qué cosas podían justificar ese distracción tan temprana? Ella esperaba que le hablara, que se decidiera a decirle cualquier cosa, una palabra, un acercamiento, algo que le indicara que realmente no se equivocaba, que estaban hechos el uno para el otro.

Cierto día él desapareció. No estaba escondido entre el gentío de los que esperan la guagua, ni lo había visto irse doblando la esquina. No le dio importancia, pensó que tal vez se había retrasado. Pero la mañana siguiente fue igual. Y ella comenzó a temblar, pensando que ya no volvería a verlo. Su fresca lozanía comenzaba a desaparecer, se sentía flor marchita que se escapa en el viento, mecida como una marioneta de tristes hilos, sin poder cobrar vida en sí misma.

Iván movía sus manos en movimientos febriles haciendo estallar los colores sobre la tela de manera exquisita, pintaba hasta quedarse sin aliento, gritaba a la imagen nacida en el cuadro, reclamando todo su lucimiento, hasta que una sonrisa nacía en su boca, feliz por la evolución del cuadro, por haber conseguido descubrir el brillo de aquella nereida de sus sueños, de aquella blanca mujer de aspecto puro, de aquella imagen bella que parecía contemplarle desde el lienzo, otrora blanco.

La “señora” llamó al médico, preocupada por la grave expresión del rostro de su sirvienta. Se diagnosticó que Paula estaba enferma de amor. Ella había dejado de hablar, de comer, y de dormir. Había dejado de existir para ella misma, y por consiguiente, para los demás. En su cama, acompañada de una de las hijas de su “señora”, lloraba en silencio, mientras contemplaba por la ventana, como el sol iba adquiriendo tonos anaranjados, como culmino a la última pincelada del artista.

Justo cuando él dejó el pincel sobre el papel del suelo, y contempló su obra maestra, notó que cobraba vida, y ella le miraba tendiéndole los brazos, para acogerlo entre sí. En ese momento, Paula cerró los ojos.

Libellés : , , ,

Safe Creative #1401260111977