mercredi, décembre 14, 2011

El dragón de Heine

-“¿Estás enfadado, Juan?”

Eva se había acercado al patio donde los niños mayores jugaban al fútbol. Su hermano Juan estaba sentado en uno de los bancos de madera, terminándose el bocadillo que le había hecho su madre.

-“¿Qué haces aquí, Eva?”, le preguntó.
-“Me he escapado de clase, tenía ganas de verte.”
-“Ahora no, estoy ocupado.”
-“Jo, pero es que hace mucho que no me cuentas cuentos. ¿Ya te has olvidado de mí?”

Eva comenzó a sollozar, haciendo muecas extrañas y sorbiendo por la nariz, mientras Juan, preocupado miraba en todas direcciones.

-“Eva, bonita, te veo en casa, y te cuento lo que tú quieras, pero ahora no, que nos pueden ver, y castigar.”
-“Me da igual.”
-“¿Te da igual que nos castiguen?”
-“Sí.”
-“¿Porqué?”
-“Jo, porque ya no te inventas cuentos para hacerme reír, ni viajamos a lugares raros con los piratas, ni vemos las estrellas del techo de la habitación. Porque ya no te acuerdas de mí.”
-“Claro que me acuerdo de ti, Eva. Pero es que he crecido, y no tengo tanto tiempo para contarte historias.”

Eva parecía calmarse por momentos. El mohín de su cara parecía difuminarse al escuchar a Juan.

-“Vamos a hacer una cosa, tú te vas ahora a tu clase, yo me invento una historia, y cuando llegue a casa, te prometo contártela con un buen vaso de chocolate caliente como postre.”
-“¿Y galletas?”
-“¡Claro!”
-“¿Me lo prometes, Juan?”
-“Te lo prometo, Eva.”
-“¿Seguro, seguro, seguro?
-“Seguro, seguro, seguro.”
-“Vale, pues en casa te veo.”
-“Abrígate guapa.”

Juan acabó su bocadillo, mientras Eva volvía al recreo de los pequeños, contenta por tener la promesa de su hermano de que al llegar a casa, tendría una historia para ella sola.

Por la tarde, Eva se quedó dormida esperando la llegada de su hermano. Cuando despertó, lo vio sentado a los pies de la cama sonriéndole extrañamente.

-“Juan, ¿que te ocurre?”
-“Ya tengo tu historia.”
-“¡Anda! ¿Qué te ha pasado en la pierna?”

Eva se acaba de incorporar en la cama, cuando vio que Juan tenía una pierna escayolada, desde el tobillo hasta la rodilla. La había apoyado en la silla de estudio. Y justo al lado, tenía una taza de chocolate caliente, con unas galletas que su madre le había dejado en un plato, advirtiéndole que no quería ninguna migaja en el suelo.

-“Shh, Eva, no grites tanto, es una herida del cuento.”
-“¿Te duele?”
-“No, venga, tómate tu chocolate, mientras te cuento la historia.”

Juan se movió un poco, puso la pierna sobre la cama, dejó que Eva se sentara frente a la silla, y cuando ya estaban los dos listos, él comenzó.


Sonaron los tambores y las trompetas de toda la ciudad. Los aldeanos se reunieron delante del castillo para escuchar el pregón que iba a anunciar la victoria, o la muerte de su rey.

El rey de Heine había salido pronto aquella mañana para cazar al dragón. Un dragón enorme que lanzaba fuego por la boca, y que tenía asustada a toda la región. El día anterior el dragón había secuestrado a la bella princesa, la hermana más pequeña del rey, cuando ésta jugaba en el jardín. Eva, la princesita de rizos plateados, estaba bajo la vigilancia de las damas de compañía, pero en un descuido, se había acercado a la zona del jardín, donde sólo los adultos podían estar. Allí, el dragón camuflado bajo la piel de un niño campesino, había engañado a la princesa de hermosos bucles, diciéndole que conocía un lugar donde los niños se lo pasaban en grande, columpiándose y jugando con muñecos de trapo.

Sonaron los tambores y las trompetas de toda la ciudad. El rey volvía en su caballo, con todo su séquito detrás. Volvía herido. Un bostezo de fuego del furioso dragón le había prendido la razón. Pero volvía con la pequeña Eva, de cristalinos tirabuzones, sentada en un caballo blanco, de dentadura sin igual.

El pregón continuaba diciendo que el rey había luchado con instinto ancestral, y ferocidad piadosa. Luchó durante minutos que fueron horas, y durante horas que resultaron minutos. El dragón atacaba, ora a la derecha, ora a la izquierda, como si estuviera jugando a las escondidas, protegiéndose entre las paredes de su gruta, y la indiferencia de la princesa de astutos caracolillos, que cantaba notas discordantes de lluvias que no llegaban, y arco-iris que se reflejaban en las escamas del dragón.

Y al final, el rey consiguió llevarse a su hermana pequeña de la gruta, entre desafíos humeantes y promesas de cuentos. La única herida que guardaba de su lucha con el dragón era una pierna rota, debido a un tropiezo con una piedra redondeada y ardiente, que provocó que el rey regresara con una pierna escayolada a su palacio.

Y allí, entre aplausos de la gente por la victoria de su rey, y los suspiros de la princesa por haberse escapado de su casa durante unas horas, el rey y la pequeña Eva, de melena juguetona, terminaron el día, comiéndose un chocolate caliente con galletas.

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lundi, décembre 05, 2011

Cleto, el dinosaurio imaginado

María escuchaba con atención la historia de su abuelo. La imaginación de ambos corría en el mismo sentido, creciendo a medida que el abuelo encontraba las palabras necesarias para sorprender a su nieta.

Al arroparla, y darle un beso, le pidió que dejara a Cleto escondido en el armario. Que también tenía que descansar. Así lo hizo el abuelo. Cogió el dinosaurio de peluche, de manchitas verdes y marrones, de su nieta, y lo dejó en un estante del armario.

Debían faltar pocos minutos para la medianoche, cuando María se despertó con un sobresalto. Unos pasos sigilosos caminaban por el techo. Ploc plic, ploc plic, la cadencia era rápida. ¿un caballo galopando en el tejado?

No, era un animal de colores verde y marrón, que estaba jugando en el tejado. Subía y bajaba por los canalones, saltaba y brincaba por encima de las chimeneas, le sacaba la lengua a los gatos, que erizados, escapaban a lugares más tranquilos.

María se acercó a la ventana, y supo que era Cleto. En sus sueños, ella se volvía a acostar, mientras su dinosaurio de manchitas verdes y marrones jugaba en los tejados.

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samedi, décembre 03, 2011

La casa del Tiempo Adelantado


Todas las ciudades que pisamos y que conocemos tienen algo de mágico. Todas ellas pueden dividirse en zonas o en barrios. Y cada uno de éstos se puede distinguir por las construcciones, o la gente, o incluso por los recursos que llegan del propio centro de la ciudad. La Ciudad del Viento también sigue este esquema.

Las calles parecen haber sido trazadas con tiralíneas, calles paralelas y perpendiculares de la misma longitud, plazas únicamente redondas, con cuatro grandes árboles, que dominan los puntos cardinales, y numerosos arbolitos y arbustos que enjaulan una fuente en su mismo centro o una estatua.

Una de las zonas más interesantes, quizás por extraña, o curiosa, o seductora es la que parece dominar el resto de la ciudad desde lo alto de una larga cuesta. Se trata de un distrito con enormes casas con jardín, largos y anchos paseos, bien de tierra rojiza bien asfaltados. En ese lugar, hasta los vientos parecen haberse dado una tregua, a ellos y a los ciudadanos de Ciudad del Viento. Únicamente aparecen por allí los primeros días de noviembre y los primeros también de febrero. En esas fechas, solían juntarse todos los señores del viento en casa de la “jefa”, como cariñosamente la llamaban Zephyros y sus amigos.

Una de las casas más bonitas y más grandes es la Casa del Tiempo Adelantado. Se trata de una casa terrera, de unos mil metros de superficie, con un amplio jardín, donde los árboles frutales, limoneros y perales crecen vigorosos y dan unas frutas tan grandes como sabrosas. La casa en sí es blanca, con múltiples ventanas en todas sus paredes, que dejan entrar y salir los rayos del sol, sin necesidad de que el astro se tropiece con las paredes.

El tejado no es de los típicos, con tejas, y que terminan en punta, sino que se trata de una amplia azotea desde la cual, Ancor, el dueño de la casa, suele contemplar la ciudad. La posibilidad de tener una ciudad a sus pies, o incluso ver las altas montañas a lo lejos, ver como las nubes viajan por toda la ciudad, y observar los árboles con sus movimientos ondulantes debidos al viento, es algo que le fascinaba desde pequeño.

La Casa del Tiempo Adelantado debe su nombre a una historia que aconteció en los orígenes de la propia Ciudad. Cuando se construyó por orden de un famoso médico, fue la primera de toda esa zona. Era la que primero recibía el sol por las mañanas, y también la última en la que se iba. Había ganado por situación una hora más de luz y por tanto, una hora más de vida. Hecho que los inquilinos agradecían cada día.

Ancor era un hombre apuesto, al menos eso decían los vecinos, aunque él no lo tenía muy claro. Era joven, con un espíritu luchador, y con pocos temores que afrontar. Él formaba parte de la Ciudad del Viento. Había nacido en pleno centro. Le gustaban los días nublados en los que el viento parecía darles un descanso, pero en cuanto, soplaba algo, se escondía en su casa, temeroso de las jaquecas que le daban. Sólo conseguía descansar de ese suplicio, cuando caminaba con paso rápido por los paseos, y llegaba a la casa de sus padres. Allí, hasta él mismo se sorprendía. Sin viento que le atormentara, se comportaba de manera distinta. Seguía siendo él mismo, pero era más feliz. Las arrugas de las comisuras de la boca se le marcaban con más fuerza. Y hasta le salían unos graciosos hoyuelos, que volvían locas a las muchachitas de la zona de la Cuesta. Sus pensamientos acerca de un futuro inmediato parecían fluir con más impulso, y nada, o casi nada se le antojaba difícil.

Solía ir a ese lugar una vez al año. En alguna ocasión, había conseguido escaparse en otra temporada, pero lo más normal, por compromisos, era ir sólo una vez. Lo primero que solía hacer era salir al jardín, y dar una vuelta completa a toda la casa. Recibía el calor del ambiente en su piel, olía los aromas de los limoneros, observaba como habían crecido los árboles plantados el año anterior. Y sobre todo, en un punto estratégico del jardín, buscaba con la mirada el pico de la gran Montaña. Si había nubes en su cumbre, sabía que dentro de unos días aquella zona se nublaría, pero si estaba despejado, tendría sol y buen tiempo durante más días.

Ancor echaba de menos los buenos momentos que había vivido en aquella Casa, y en esa zona. Necesitaba el calor y la luz, que en Ciudad del Viento no encontraba. Pero ¿cómo irse hasta allí, cuando su vida parecía estar unida a otro lugar? Aquel noviembre, Ancor cogió una maleta roja, la llenó de cuadernos, de ropa otoñal y de un par de libros, y se fue allí. Necesitaba pensar que hacer, y que mejor lugar para sus cavilaciones, que comprobar in situ, si podría ser capaz de vivir allí, encontrar un trabajo que le gustara, y en definitiva, reencontrarse a sí mismo.

Llegó con la lluvia. Dejó su maleta en la entrada, y se fue directamente a la ventana de su habitación. Desde allí podía ver la veleta en forma de gallo de la casa vecina, los montes de la Esperanza cubiertos de verde, y la blanca pared que delimitaba el terreno de la Casa del Tiempo Adelantado.

Acababa de ganarle una hora al día. A su día.

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