samedi, mars 18, 2006

La delicadeza de una vida


Se acercó a la biblioteca en silencio. Llevaba una bandeja de plata en la que había depositado una jarra de agua con un vaso, y unas galletas. La puerta estaba entreabierta, y le bastó empujarla con un movimiento suave de su delicada cadera para que se abriera del todo.

Frente a ella, sentado tras la gran mesa de madera de caoba estaba Juan Maeztu, el Loco de la Ciudad del Viento. Tenía los codos apoyados, y la mirada perdida en algún lugar de la extensa librería, que lo vigilaba desde su izquierda. No escuchó que ella había entrado hasta que el sonido de la bandeja chocó contra la mesa, haciendo que chocaran entre sí el platillo de las galletas y el vaso.

-“Menos mal que no derramé el agua.

Juan la contempló como si estuviera viendo un fantasma. En apenas unos segundos su mirada fue capaz de descubrir todo lo que le había enamorado de ella el primer día, y también todo lo que le seguía cautivando. Su cabello le caía a un lado de la cara en una perfecta armonía desordenada. Una horquilla le mantenía los mechones castaños sujetos al otro extremo. Sus ojos brillaban a causa de la fiebre que la mantenía encerrada en la casa. Y sus mejillas sonrojadas por su fuego interno, marcaban unos simpáticos hoyuelos que se perfilaban en una sonrisa final. Llevaba puesta una sensual camiseta negra de tirantes y una rebeca de punto verde sin abrochar que le caía por un hombro.

-“Deberías abrigarte más, mi niña. No queremos que sigas enferma mucho tiempo más, ¿verdad?
-“Estoy a puntito de curarme, creo que con un par de besos tuyos podré salir mañana mismo.” –Mientras decía esto, se acercó al otro lado de la mesa, alejó el sillón y se sentó sobre las rodillas de El Loco.
-“Nunca me cansaré de darte besos, pero hasta que el doctor no diga que estás totalmente recuperada, no saldrás de aquí. Gracias por las galletas, querida.
-“Eres malo conmigo, Juan. Me voy a volver loca si sigo un día más encerrada entre estas paredes. Y lo sabes.
-“Lo sé.” –Juan asintió tristemente con la cabeza. No le gustaba verla en esas condiciones. A pesar de sus disimulos, y su fingida sonrisa, él notaba que seguía con dolores inexplicables. Lamentaba que ella no se lo dijera, que no le confiara su necesidad de apoyo, pero no podía tampoco hacer mucho más de lo que hacía.

Ella apoyó la cabeza en su hombro. Le gustaba adoptar esa pose cuando se entristecía. Se sentía protegida entre sus brazos. Una lágrima comenzó a caer por su mejilla.

-“¿Qué andas haciendo, Juan? ¿Estás escribiendo?
-“Ahora sólo estaba escuchando el viento tropezar con la ventana. Creo que estaba en otra parte.
-“¿Recuperando tus viejas musas?
-“Nunca se van, mi niña, sigues aquí.
-“Come un poco, me siento en la silla para dejarte trabajar.
-“¿Vas a dibujar?
-“Sí, algo haré. ¿Puedo cogerte este lápiz?

Cogió el lápiz de dibujo que Juan guardaba en el portalápices, comprobó que era de punta gruesa, y se sentó mientras él le alargaba del primer cajón, un cuaderno de dibujo con hojas robustas de un tamaño superior a los folios. Recogió sus piernas en una pose india, y tras apoyar la espalda con cuidado en el respaldo, dejó vagar la mirada por la habitación. En un momento determinado su frente se arrugó, pero al sentirse observada, agachó la cabeza y comenzó a deslizar su lapicero por el papel.

-“Estás muy guapa.
-“Lo sé.” –le contestó ella.- “Todavía no escribes...
-“Estoy perdido en ti.

Apoyó el codo en el brazo de la silla, cuidando que el lápiz no rozara el cuaderno que mantenía erguido sobre sus rodillas.

-“Imagina, Juan, que un día desaparezco. Que me dicen que me quedan unos días para seguir viviendo.
-“No digas tonterías. Me prometiste tu vida junto a mí.
-“Escuchame, es sólo un ejercicio de imaginación.
-“No me gusta.
-“Imagina por un instante que no me has contado todo lo que piensas, lo que sientes, lo que deseas... Imagina una hoja de papel frente a ti. La ves en blanco. No hay nada escrito. Pero no es una hoja cualquiera. Es vieja, y está amarilla por el paso del tiempo, como el papel de los pergaminos. Su olor es obtuso, tiene el aroma del té verde y la calidez del desierto...

Juan Maeztu había cerrado los ojos, tratando de imaginar lo que le había pedido. Era costumbre hacer esos ejercicios de estímulo, cuando él tenía la cabeza llena de cosas, y ella necesitaba, a través de metáforas, enseñarle sus preocupaciones. Juan se hacía el loco, como si lo que ella le contara no fuera más que un ejercicio de improvisación e inspiración, que le servia para escribir. Porque ella quería que fuera así. Simplemente. Pero bajo sus palabras, siempre se escondían significados ocultos, que encerraban desvelos y aflicciones. Juan la entendía, y aceptaba intrínsecamente las reglas del juego. Ella hablaba claramente, se expresaba con palabras sencillas que alargaban sus frases, y acababa diciendo cosas que nada tenían que ver con sus pensamientos iniciales. Pero pensaba que él no comprendía su interior más vivo.

-“...Ahora imagina que te has convertido en pluma y tintero. De color azul marino. Como las tintas que usaban nuestras madres en la escuela durante la guerra. Adoro ese color, Juan. Te deslizas por el pergamino cuidadosamente, y vas escribiendo la verdad de nuestro amor.

Acto seguido, fue ella la que cerró sus ojos, y aguzó el oído. Compartieron en silencio el momento de oscuridad conjunta, mientras fuera Bura se peleaba con los árboles y las tapas de los contenedores. Las primeras estrellas comenzaban a titilar en una noche de luna nueva, y su débil resplandor parecía querer competir con el brillo de una lágrima que caía, de nuevo, por la mejilla de ella. Sintió como iba recorriendo con cautela todo su lagrimal, y bajaba hasta encontrarse en el precipicio de su barbilla. Y justo antes de caer, los dedos de Juan acariciándole, secándole la tristeza y buscando sus labios, para acallar sus temores.

-“No me dejes sola, Juan. Te necesito.
-“Sigo aquí.

En ese instante, El Loco supo que el destino del universo había cambiado para ellos. La siguiente carta con la que jugarían sus vidas acababa de ser sacada.

Ella se levantó de la silla. Dejó el dibujo sobre la mesa. Le abrazó, le murmuró un “te quiero” en el oído, y tras arreglarse el pelo, se fue a la habitación a descansar.

Juan se quedó de pie, en medio de la biblioteca. El olor de su cuerpo y la tibieza de su ausencia ocupaba el espacio de toda la estancia. Sonrió tristemente, y a medida que se acercaba a la mesa, el manantial de su inmenso desconsuelo comenzó a manar.

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mercredi, mars 08, 2006

Lápices, inspiración y tiempo


Le llamaban Don Manuel. Era uno de los vecinos más conocidos de aquel distrito. Ahora, con casi 80 años, era un hombre reconocido no sólo en su ciudad natal, sino también en todo el país. Don Manuel era un escritor de éxito, aunque sus principios no fueron demasiados sonados.

Sus comienzos como escritor fueron más bien tristes. Escribía relatos cortos, de pocas páginas, ideas buenas, pero mal encadenadas, los editores le decían que ya le llamarían. Estuvo a punto de dar marcha atrás en su idea de ser escritor.

Pero entonces, llegó a esa papelería. Entró por curiosidad, los globos de colores del escaparate, y los numerosos cuadernos de hojas blancas parecían llamar a las personas que por allí paseaban.

-“En que puedo ayudarle, joven?”, le preguntó el dueño de la papelería.
-“Necesito un par de cuadernos, sin líneas dibujadas. Y dos lápices, uno de punta fina, y otro de punta normal.”, le contestó, por aquel entonces, Manuel.
-“Lo necesita para escribir o dibujar?
-“Para escribir, la última oportunidad que me doy.
-“La última oportunidad? Entonces tengo lo que necesita.

El vendedor de la papelería cogió con cuidado un lápiz de su mostrador. Lo envolvió en un papel marrón, y lo metió en una bolsa junto a las demás cosas.

-“Le traerá suerte, le traerá suerte.”, repitió el dueño de la papelería, mientras Manuel salía de la tienda.

Y suerte no sé si tuvo, pero sí inspiración.

A partir del día que empezó a utilizar ese lápiz, sus relatos comenzaron a tomar forma, las ideas que anteriormente le salían sin organización alguna, parecían adueñarse del papel, y las manos de Don Manuel, no hacían más que escribir compulsivamente, siguiendo los latidos de sus pensamientos.

Los editores comenzaron a confiar en él, ese mismo año, ya tenía publicados dos libros, y uno de ellos, consiguió batir todas las marcas de ventas del último trimestre. Manuel comenzaba a hacerse hueco en el panorama de los escritores. De los grandes escritores.

Don Manuel continuaba bosquejando sus ideas sobre el papel, día tras día, el lápiz escribía todas sus dudas, sentimientos e intrigas. Realmente, ese lápiz le trajo suerte. Cuando ya no le quedaban más que dos escasos centímetros, Don Manuel se acercó a la papelería donde lo compró hacía ya unos meses. Pero su decepción fue grande al ver cerrada la tienda.

Y sus escritos comenzaron a decaer. Ya no escribía nada coherente, sus frases eran cortas, no decían nada interesante. Los editores, preocupados, le decían que se cogiera un año sabático, que fuera en busca de su inspiración, que viajara, que conociera otras culturas, que se tomara su tiempo, y reflexionara sobre lo que quisiera escribir.

Y eso hizo, Don Manuel estuvo un año recorriendo ciudades y pueblos, entrando en todas las papelerías que encontraba a su paso, y buscando incansablemente un lapicero igual que el que ahora guardaba en su bolsillo de la camisa, llegó donde nadie nunca había llegado.

No lo encontró, y volvió derrotado a su hogar. Trató de mil maneras escribir una nueva historia, un nuevo relato, un nuevo libro, pero ya no tenía aquella magia que lo había encumbrado a lo más alto. Ya no le quedaba más que dos centímetros de lápiz. Su vida de escritor había acabado.

Y de esa guisa, derrotado y triste se fue a sentar a un banco del parque, esperando, quizás, que alguien pasara como brisa fresca, y le trajera una nueva inspiración.

Y ese alguien pasó por su lado, se le quedó mirando, y le preguntó.

-“No es usted ese señor tan importante que escribe libros?”, sonó una voz infantil a su lado.
-“Lo era, chaval, lo era.
-“Mi padre me ha contado un poco algunas de sus historias, y cuando sea mayor, quiero ser como usted.
-“Como yo? Pequeño, no sabes lo que dices. Cómo te llamas?
-“Me llamo Ramón, señor. Para servirle.
-“La única ayuda que necesitaría sería un lápiz.
-“Mire, yo vengo de coger unos lápices en la papelería de mi padre, esa nueva que hay en la esquina, la ve usted? Yo le puedo dar uno, pero no se lo diga a mi padre, que luego se enfada conmigo, y dice que pierdo todos los lápices.
-“Normal, hijo, normal.
-“Tome, le doy este, es el que menos me gusta, pero me ha dicho mi padre que escribe muy bien.

Don Manuel se quedó sorprendido, el lápiz que le había dado ese niño era idéntico al que meses atrás había escrito sus libros. Y dándoles las gracias apresuradas, se acercó a la tienda a comprar una caja entera de aquellos lápices, que tan bien le habían funcionado.

Sus libros siguieron siendo igual de buenos que los primeros, la inspiración nunca le abandonaba; y cuando lo hacía, Don Manuel sabía que volvería, nada más coger otro de los lápices de su caja.

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Años más tarde, una recién licenciada en periodismo tuvo que hacer un trabajo sobre Don Manuel, y éste le contó esta historia. Su historia de lápices, inspiración y tiempo.
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